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Para hacer brotar lágrimas aún de los ojos del anciano sacerdote, fue preciso que una joven americana cruzara los mares y viniera a ejecutar una rêverie de Chopín, en la iglesia de Longueval. Al día siguiente, a las cinco y media de la mañana, tocaban botasilla en el patio del cuartel. Juan montaba a caballo y tomaba el mando de su batería.

Después de haber doblado a la izquierda por el bosque, Pablo volvió a su primera frase: Os decía, pues, señor cura, que hacíais mal en tomar así las cosas por su lado trágico. ¿Queréis que os comunique lo que pienso? Es una gran felicidad lo que acaba de suceder. ¿Una gran felicidad? , y muy grande... Prefiero los Scott a los Gallard en Longueval.

Su pensamiento lo atraía con obstinación hacia el presbiterio de Longueval... , la más linda de las dos era madama Scott. Miss Percival era una criatura. Volvía a ver a madama Scott en la mesa del cura; oía aquella historia contada con tanta franqueza, tanta naturalidad, y la armonía algo extraña de su voz particular y penetrante encantaba aún su oído.

En 1873, perdió a su hijo único, Roberto de Longueval; los herederos eran los tres nietos de la Marquesa: Pedro, Elena y Camila. Tuvieron que sacar a remate la propiedad, porque Elena y Camila eran menores. Pedro, joven de veintitrés años de edad, había hecho mil locuras, estaba semiarruinado y no podía pensar en rescatar a Longueval. Eran las doce del día.

Dentro de una hora el castillo de Longueval tendría un nuevo dueño. Y ese dueño, ¿quién sería? ¿Qué mujer ocuparía, en el gran salón cubierto de tapices antiguos, junto a la chimenea, el lugar de la Marquesa, la vieja amiga del pobre cura de la aldea?

Adivinad... El Príncipe Romanelli... ¡Y va uno! ¿El otro?... M. de Montessan... ¡Y van dos! Eso es; , esos dos serían aceptables, pero nada, nada más que aceptables, y eso no basta. Por eso Bettina esperaba con impaciencia el día de la partida y la instalación en Longueval. Sentíase fatigada de tantos placeres, de tantos triunfos, de tantos pedidos matrimoniales.

Sentía una impaciencia extrema por volver a ver a madama Scott y miss Percival; pero esta impaciencia iba acompañada de viva inquietud. ¿Las encontraría en el gran salón de Longueval, como las vio en el pequeño comedor del presbiterio?

Y apostaría a que lo he visto este invierno en casa. ¡Dios mío! ¿será uno de los treinta y cuatro? Volveremos a empezar otra vez. Ese mismo día, a las siete y media, Juan fue a buscar al cura al presbiterio, y los dos tomaron el camino del castillo. Hacía un mes que un verdadero ejército de obreros se había apoderado de Longueval; las fondas y tabernas del lugar, ganaban una fortuna.

Juan no atravesaba nunca la aldea sin divisar en sus respectivas ventanas el apergaminado rostro de la vieja Clement y la risueña cara de Rosalía. Esta última se había casado el año anterior, siendo Juan uno de los testigos, y de los que más alegremente bailaron la noche de la boda con las jóvenes de Longueval.

Luego se casó con este Scott, hijo de un banquero de New-York. Y de repente, un pleito ganado, les puso entre las manos, no millones, sino decenas de millones. Poseen en alguna parte, en América creo, una mina de plata; pero una mina seria, verdadera, una mina de plata... en la cual hay plata. ¡Ah, ya veréis qué lujo estallará en Longueval!... Todos parecemos pobres en la ciudad.