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Siendo el crisol fecundo donde empieza y continúa la Creación en todo su auge, posee la viva elocuencia de ésta: es la vida hablando á la vida. Los seres que por miles de millones nacen en su seno, son sus palabras: el mar de leche que los produce, la fecunda gelatina marina, aun, antes de organizarse, blanca, espumosa como es, habla también. Y todo junto es lo que llamamos la gran voz del Océano.

Ahora bien; cuando dos de estas palabras insignificantes y maleables se llegan a encontrar en el camino una de otra, únense al momento y se combinan por una rara afinidad filológica; y entonces no toman por eso mayor sentido; todo lo contrario, juntas, suelen querer decir menos todavía que separadas; entonces estas palabras buenas suelen convertirse en lo que vulgarmente llamamos buenas palabras.

En efecto; al decir, es imposible que una cosa sea y no sea á un mismo tiempo, pero es posible que sea y no sea en tiempos diferentes, se pone la contradiccion ó se la quita segun que el ser y el no ser se refieren á un mismo punto ó á puntos distintos de esa vaga extension, de esa línea infinita que llamamos duracion sucesiva, en la cual concebimos distribuidas las cosas mudables.

No exageraba el poeta, porque realmente á la luz de las lámparas y candelabros, velada por la neblina de los aromas, debia parecer aquella rica techumbre lo que en enérgico lenguaje vulgar llamamos una ascua de oro.

Esta catedral nos parece gigantesca porque bajo de sus naves somos como hormigas; y sin embargo, la catedral, vista de lejos, es una insignificante verruga; comparada con el pedazo de suelo que llamamos España, es menos que un grano de arena, y sobre la superficie de la Tierra, es un átomo... nada. Nuestra vista nos hace considerar como alturas que dan el vértigo treinta o cuarenta metros.

Solo víéndolo, puede uno formarse idea exacta de lo que voy á referir: el que no ha hecho ese camino duda. Desde Fluelen hasta el Hospital, sitio en que tuvimos que abandonar la diligencia, para marchar del modo que mas adelante diré, subimos constantemente las infinitas pendientes de esos centenares de montañas que puestas las unas sobre las otras forman lo que llamamos Alpes.

Este misterio, ¿no está indicando que en el fondo de todas las cosas hay unidad, identidad, que el ser que conoce es el mismo ser conocido que se aparece á propio bajo distinta forma, y que todo lo que llamamos realidades no son mas que fenómenos de un mismo ser siempre idéntico, infinitamente activo, que desenvuelve sus fuerzas en sentidos varios, constituyendo con su desarrollo ese conjunto que llamamos universo?

No es preciso, no, pues andan por el mundo, fatigando las prensas, más de tres docenas de novelas suyas, que pienso son leídas en toda la redondez del globo. De su vida privada, se contaban mil aventuras á cual más interesantes. Mientras fué literato, su fama era grande, su hambre mucha, su peculio escaso, su porte de esos que llamamos de mal traer.

Lo que propiamente llamamos amor, la verdad, Fortunata no lo sentía por su amigo; pero le tenía respeto, y el cariño apacible a que era acreedor por su hidalgo comportamiento. Teníale ella por la persona más decente que había tratado en su vida. ¡Y cuánto sabía! ¡Qué experiencia del mundo la suya, y con qué habilidad se las gobernaba!

El infeliz que a veces no sospechaba haberla inspirado, es un «pillo, un canalla, un ladrón, un asesino, un...» el diccionario entero de denuestos. «Ya lo que quiere decir, habría dicho P. L. Courrier: es que tenemos opiniones diferentes». Lo que los españoles y nosotros llamamos calavera, se llama cachaco en Bogotá.