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Actualizado: 2 de junio de 2025
Aquí, en este cajón... Se hace una visita a las personas notables, el alcalde, el cura, el notario... ¿Los libros de libranzas? Liette escuchaba con paciencia esta charla, solamente interrumpida por alguna breve pregunta o por la voz gangosa de alguna comadre que metía el hocico por la ventanilla como si fuera a arrancársele.
Presa de una especie de éxtasis, Liette contemplaba ávidamente aquella inmensidad hinchada de vida, aquella buena nodriza que vierte a sus hijos la salud, el vigor y la fuerza y que iba acaso a devolverle su madre. Y la joven juntaba las manos en un ademán de ferviente súplica. ¿Llegamos pronto? preguntó la de Raynal después de una mirada vaga y distraída al maravilloso cuadro.
La amazona vio al joven en el balcón, descubrió los blancos dientes en una sonrisa y respondió amablemente con una señal del látigo al profundo saludo, devuelto por su compañero con una tiesura enteramente británica. ¿Quién es esa joven, amigo mío? preguntó la tía Liette, a quien Carlos no había oído entrar.
Entonces, a la llamada de «papá,» la niña, dejando el refugio materno, se lanzaba tambaleándose por el patio, vacilando en los primeros pasos, pero sostenida por el acento firme y tierno del soldado que repetía: «Valor, Liette» y se arrojaba sobre su gruesa bota que enlazaba estrechamente entre sus brazos.
En el fondo de sí misma y por un sentimiento muy femenino, Liette temía y deseaba al mismo tiempo conocer al fin a aquel Raúl del que se hablaba tanto en el pueblo y a quien ella había sólo vislumbrado desde la ventana al despertar por primera vez en Candore. ¿Era simple coincidencia, prudente disimulo o cálculo habilidoso?
Pues yo sí lo hubiera hecho... En fin, trae... Trató de leer, pero en vano, y dijo con un gesto de cansancio: No veo; lee tú, hija mía. Liette obedeció, y, con voz sorda pero en la que vibraba una emoción mal contenida, volvió a leer aquellas líneas ardientes y apasionadas, frases huecas cuyo vacío no podía sospechar su alma leal.
Cuando el señor Hardoin, que había acechado la salida del joven, aprovechó su ausencia para poner a su vecina al corriente de los hechos del día, Liette se quedó un instante pensativa y una sombra alteró la serenidad de su frente. Esto es lo que yo temía murmuró. Aseguro a usted, querida amiga, que aquello fue para usted la ocasión de un verdadero triunfo. No hubo ni una nota discordante.
Cuando se levantó dejó escapar una exclamación; dos cirios estaban ardiendo juntos, y, como los dos novios de hacía un momento, Raúl, arrodillado al lado suyo, murmuraba a su oído: Liette, amo a usted. ¿Me ama usted a mí?
¡Oh! no tardaré en gastarlos, miss Darling; mis ojos se van protestó alegremente Liette, que, mientras hablaba con la condesa de Argicourt, había oído las últimas palabras de aquel aparte. Pero no los oídos observó maliciosamente la joven americana. La verdad es que me representaba a «la tía Liette» como una viejecita arrugada y canosa de cincuenta años lo menos.
No, querida mamá respondió Liette con su buen humor habitual; un poco de cansancio sin duda... Eso es lo que tiene el acostarse a horas descompasadas. Y volvió a empezar laboriosamente la suma.
Palabra del Dia
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