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Actualizado: 2 de junio de 2025
Mi madre ha muerto; procuraré olvidar el nombre de su verdugo, lo que quiere decir que no puedo llevarle. Y, con una especie de violencia, atrajo hacia su pecho a la tía Liette desfallecida. Tú, que me lo has dado todo, dame también tu nombre; ten la seguridad de que no seré ingrato.
¡Le ama tanto la pobre niña!... ¡Hubiera sido tan desgraciada!... ¡Y está tan poco acostumbrada a sufrir! Mientras que usted... Yo tengo la costumbre respondió Liette con su hermosa sonrisa de resignación. ¡Ah! si Dios hubiera querido siquiera dejarme a mi madre! Pero no tengo ni un niño a quien amar...
Liette estaba en su estrecha oficina viendo, como en el día lejano de su llegada al pueblo, desfilar todo el mundo por delante del ventanillo; pero la curiosidad no era para ella, y, en lugar del irritante malestar de otro tiempo, Liette sentía ahora una dulce satisfacción de orgullo maternal al oír los saludos al joven capitán de los viejos y viejas que le habían conocido niño.
De repente se abrió la puerta de la oficina, empujada por una fuerte mano. Y apareció en el umbral, haciendo el saludo militar, el cartero del pueblo, un veterano de bigote gris y cuya blusa azul estaba estrellada por la cruz de honor. El tío Marcial, un soldadote nada cómodo murmuró la antigua empleada. Pero Liette no la oyó.
Y como el sacerdote permanece confundido ante el sacrificio de la iglesia devastada y del tabernáculo violado, Liette se quedó anonadada viendo a su ídolo, a su dios, arrancado brutalmente del altar que ella le había levantado en su corazón.
Liette estaba desesperada, cuando una mañana se presentó Raúl en el correo con el sabio médico. Mi amigo el doctor Duplan, que viene a pasar unos días en el castillo, invitado por mí, tendrá mucho gusto en ponerse a la disposición de usted. Espero que nuestra querida obstinada no se negará a recibirle.
Después venía esta nota un poco más seria: «Desde hoy ya no tengo institutriz, sino una amiga,» fechada en el día de la entrada de Liette en el castillo. El señor Neris había conservado una tierna gratitud hacia la que su hija había amado tan tiernamente.
Olvidando un instante los penosos rigores de su situación presente, Liette reapareció tal como era en otro tiempo en el salón de su padre, la exquisita criatura cuyo encanto indefinible, más poderoso aún que la belleza, había hecho levantarse tantas cabezas bajo el quepis de doble o triple galón de oro.
En una palabra, el señor de Argicourt y el señor de Estry deben de estar en este momento en casa del señor de Candore para pedirle una satisfacción. ¡Oh! Dios mío. Y he tenido miedo, yo, tía Liette, que no soy sin embargo, una mujerzuela y comprendo muy bien que un oficial... En su lugar, hubiera hecho lo que él... Dios protegerá el buen derecho, ¿verdad?
¡Qué triunfo dar con ella la vuelta a la plazuela, cordialmente saludados por todo el mundo; pasear su sencillo traje negro con tanto orgullo como sus galones de oro; sentir su brazo estremecerse sobre el suyo y envolverla en esa tierna mirada de los hijos que hace fundirse el corazón de las madres!... ¡Querida tía Liette! Ninguna imagen la borraría jamás.
Palabra del Dia
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