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Actualizado: 2 de junio de 2025
Liette sonrió, dulcemente conmovida por esta delicadeza filial. Eres bueno y tierno, hijo mío, al pensar en mi soledad más aún que en la tuya; pero a mi edad no se rompen las costumbres de veinticinco años. Me atan a esta pobre aldea muchas cosas de las que no se llevan en la suela de los zapatos.
En el mismo sillón en que había agonizado su madre, Liette estaba sudando la lenta agonía de su amor.
A veces Liette se detenía pensativa al ver dos novios que se dirigían lentamente al pueblo o algún robusto labrador que hacía saltar alegremente en sus brazos algún mofletudo muchacho.
¿Verdad que sí? dijo vivamente Liette radiante; mamá está mucho mejor, gracias a Dios. Y a usted, querido don Raúl añadió aturdidamente la viuda; no nos cansamos de repetirlo. Raúl no recogió la frase, pero tomó nota de ella con íntima fatuidad. Le creíamos a usted en Londres dijo la joven para cambiar de conversación.
Además, esas señoras han estado verdaderamente encantadoras y llenas de deferencias por mí; y una reserva inoportuna hubiera podido perjudicarte... Es posible... Y hacerte perder tu situación. Liette no respondió. Era, en efecto, una suerte inesperada en su desgracia el haber encontrado aquella plaza fija y bien retribuida, que le evitaba las lecciones sueltas, tan ingratas como mal pagadas.
¡Qué alegría, el día anterior, llegando de improviso a la estrecha oficina, levantar en sus robustos brazos a la tía querida que frisaba ya en los cincuenta años y cuyas sienes estaban adornadas por algunos hilos de plata, y oprimirla contra su pecho, en el que brillaba la cruz de los bravos!... ¿Eh? tía Liette, las dos forman un par exclamó gozoso señalando a la del comandante.
Nunca Liette, bastante discreta, es cierto, ni su madre, bastante prolija sin embargo, le habían hablado de un pariente de ese nombre; creía su familia extinguida. Guardando para él sus reflexiones, el conde escuchaba con creciente irritación aquel molesto elogio del que la joven miss no le dispensaba.
Carlos Raynal, huérfano desde la cuna, no recordaba más parientes que aquella tía Liette que le había recogido antes de que su boquita sonrosada hubiese balbucido el nombre de «mamá» cuya dulzura no debía jamás saborear.
En efecto, en la angustia de su aislamiento y de su abandono iba surgiendo poco a poco de la sombra una imagen borrada un momento por la de la muerte, y Liette trataba en vano de librarse de ella. ¡Ay! así como en otro tiempo no había podido combatir la esperanza quimérica, no podía ahora mandar a su memoria demasiado fiel y que le trazaba sin cesar las ardientes etapas de aquel pasado demasiado corto.
Sólo permaneció en la mesa una carta comenzada. «Liette.» ¿Liette? ¡La había olvidado! «Voy a hablar a mi madre, le escribía aquella misma mañana; cuando acabe estas líneas será usted mi prometida a mis ojos como a los suyos. «¿Late su corazón de usted más de prisa en esta hora en que me juego más que la vida y se acuerda un poco del que no piensa más que en usted?
Palabra del Dia
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