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Actualizado: 2 de junio de 2025


¿Y mal? preguntó con inquietud Liette, a quien el notario respondió con una señal imperceptible. La empleada, impaciente por saber, dijo: Oye, Carlos, debías hacer una visita al señor cura para presentarle tus respetos y tu cruz... Comprendido... A las órdenes de usted, mi comandante. Y dando un beso a su madre adoptiva, le dijo al oído: Apuesto a que para ti no habrá secreto profesional.

Casi siempre una prima adora a su primito... tarareó entre dos bocanadas de humo. Su intimidad se había desarrollado particularmente en aquella expedición, en la que absorvido por un pensamiento único, Raúl no estaba dispuesto a coquetear según su costumbre y se limitaba a la sociedad de su hermana. Con ella podía hablar libremente de Liette, y no dejaba de hacerlo.

Esta intemperancia de lenguaje y las marcas de conmiseración que provocaban, no eran del gusto de Liette; pero el respeto filial ahogaba las sublevaciones de su delicadeza y, replegándose más aún en ella misma, oponía una política reserva a todas las insinuaciones y rehusaba sistemáticamente las invitaciones que les proporcionaban las maneras más atrayentes de la viuda, con gran desesperación de ésta, que suspiraba en medio de sus trapos y sacaba los trajes «aún muy presentables» que hubieran acabado de deslumbrar a la buena gente de Candore.

Raúl balbucía y se contradecía mil veces, fingiendo una cortedad que era un homenaje a la virtud de la huérfana, que no podía menos de agradecérselo. Así, cuando el joven se despidió deshaciéndose todavía en excusas, Liette pensó sin la menor sospecha: ¡Pobre muchacho! Bonitas comisiones le encarga su tío...

En efecto, Liette no era mujer de abandonarse sin resistencia y sin lucha a una pasión cuyos peligros le mostraba claramente su severa conciencia.

Liette le escuchaba muy grave y llena de aflicción y de sorpresa. ¿Cómo había el notario adivinado su secreto? ¿Cómo olvidaba la reserva y la delicadeza de su carácter y de su profesión hasta hacer aquella alusión ofensiva?...

¿Te acuerdas, Liette, del hermoso castillo de juguete que hizo construir tu padre en Trouville cuando no eras más alta que esos niños? La buena señora se animaba, y ante aquel flujo de vida que galvanizaba sus facciones ya fijas por la helada mano de la muerte, Liette volvía a la esperanza... ¿Quién sabe?

A Liette le gustaba aquel rincón, poético vestigio del pasado que se armonizaba mejor con sus inocentes prácticas que el cuadro moderno de las iglesias parisienses.

Y llevándose la mano al quepis, se marchó con ese paso cadencioso de los antiguos soldados y la espalda encorvada como si llevase todavía la mochila. Liette le vio atravesar la plazuela, pasar por los grupos y entrar en la iglesia.

¡Oh! lo que es eso... Mi destacamento estaba compuesto de demonios casi tan negros como los que nos asediaban. Figúrate aquello, tía Liette. Nada de eso. Usted los calumnia; eran buenos muchachos y no sabían qué hacer para complacerme. Es que la presencia de usted los metamorfoseaba... No como Circe entonces.

Palabra del Dia

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