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Actualizado: 2 de junio de 2025
Cuando el niño había sido bueno, Liette le sentaba en su falda delante del pesado escritorio Imperio, y sacaba de un cajón una fotografía medio borrada que, con una trenza rubia de reflejos de sol, componía el relicario materno.
¿Está usted segura? ¿Quién se lo ha dicho a usted? ¿Cuándo? ¿Cómo? Va usted a oír, tía Liette... ¿Me permite usted que la llame así?... Eso me tranquiliza... Tengo el corazón tan oprimido... Sí, querida hija mía; vamos, tranquilícese usted y hable pronto. Hoy ha venido a despedirse, pero estaba muy cambiado, muy distraído, muy preocupado... apenas me miraba...
Ciertamente respondió Carlos con voz un poco alterada. Mientras Hardoin, muy verboso, se metía en una larga digresión sobre un proyecto de fiesta del «Mérito modesto», generalmente desconocido, Liette seguía con mirada inquieta al joven, que iba y venía en el comedor como si no pudiera estarse quieto.
Pero, el sábado por la mañana encontró al despertarse su mejor uniforme cuidadosamente cepillado, sus botas bien embetunadas y la camisa más fina preparada al pie de la cama, como por el asistente más meticuloso. Y el joven se quedó encantado. ¡Querida tía Liette!
La amaba, y ese amor saldría victorioso de todos los obstáculos, cuya importancia, por otra parte, se exageraba Liette. La amaba, y por la sola potencia de ese amor, se comprometía a convencer a la señora de Candore y a obtener su consentimiento. Pruebe usted murmuró ella vencida.
Los cumplo el domingo; hasta entonces ya me hará usted crédito. Todos se rieron, y aquellas señoras se levantaron para despedirse. ¿Decididamente no quiere usted ser de los nuestros? preguntó la castellana con mucha amabilidad a Liette. Imposible, señora; pero agradezco a usted mucho su amable invitación.
No sabía de su familia sino que su madre era inglesa y su padre primo lejano del comandante; y la tía Liette los reemplazaba tan bien a los dos, que no hubiera dependido más que de ella el borrarlos completamente.
Tenía una expresión tan confusa, que Liette vino en su ayuda: Nada más sencillo, caballero; dígame usted las iniciales. La empleada buscó en la casilla correspondiente y retiró dos cartas de una elegante letra inglesa y sello de Londres, que él hizo desaparecer prestamente en el bolsillo de la americana como si tuviera prisa por sustraerlas a aquella cándida mirada.
Y la conversación, de la que estaba ausente el pensamiento, continuaba indiferente y vacía, mientras Liette, en su casa, cumplía su misión maquinal, con el corazón oprimido por dolorosa angustia. ¿Sabía algo Carlos?
Candore, como un verdadero paladín, iba todas las mañanas a tomar las órdenes de las señoras para el día. El tiempo estaba hermoso y había que aprovecharlo. Era la ocasión de hacer expediciones románticas a La Lucerne y a Chanteloup. ¿Cómo rehusar? Estaba hecho el ofrecimiento con tanta amabilidad y la enferma palmoteaba con tan infantil alegría... Liette no lo pensaba siquiera.
Palabra del Dia
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