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Actualizado: 19 de mayo de 2025


En seguida, y habiéndose despedido del lectoral, levantó su preciosa mano, exornada de randas, y, mirando en los ojos a los mancebos, díjoles con imperio: Vosotros seguidme. Volvió las espaldas, segura de ser obedecida, y desapareció. Los dos hermanos se fueron tras ella, y durante unos segundos oyose alejarse por el corredor el golpeteo de las espuelas.

Todos volvieron el rostro hacia ella. Un silencio glacial se produjo en la estancia. ¡Hembra grave y hermosa! Una red de perlas le aprisionaba el retinto cabello. Su tez era pálida y morena, su empaque soberbioso. Hubiérase dicho una flor de hierro. ¿Qué pensará vuesamerced exclamó, dirigiéndose al lectoral de tamaña vergüenza?

Pero no olvidéis que la muerte se nos presenta sin llamar, como alguacil de casa y corte, cuando resuelve llevarnos. ¡Ea, sus! valeroso cachorro. Exigiole las señas de la casa misteriosa y de algunos conspiradores. Recordó el mancebo su compromiso y, sin ánimo para escoger las palabras, cerró los ojos y enmudeció. El lectoral se desesperaba.

Mi bisagüelo, Suero del Aguila, arriesgó la vida por ellos. Malaventurado yo replicó el Lectoral si he de cosechar esa espiga. ¿No será, ¡vive Dios! el orgullo, el aborrecible orgullo, fuente de tantos yerros y desgracias, lo que os hace desvariar de esta suerte?

Era menester mucha cautela. La tentación decía palpita por doquier. Todo es arma y cebo para el Demonio. Un día que Ramiro le llevó en obsequio una hermosísima pera, en un cestillo de mimbre, el lectoral comenzó a saborearla sin quitarle la piel. Era una pera de las que llaman calabaciles por su doble turgencia.

Llamábale al oído, paseábase a grandes trancos por la cuadra y, volviendo otra vez junto a él, le tocaba en el hombro. Al mediodía, Ramiro, cuyo espíritu había realizado laborioso camino, hizo llamar al lectoral.

Ramiro notó que algunas miradas descendían gravedosas, mientras otras escudriñaban, uno a uno, los semblantes. Entretanto, don Enrique Dávila respondía a la frase del Canónigo con injuriante risa haciendo saltar entre sus dedos el joyel que pendía de su cadena. Don Enrique: «Las barajas excusallas» dijo entonces el Lectoral.

No se dio cuenta de que su hermano y D. León Pintado, entretenidos en una conversación interesante y parándose cada diez palabras, se habían quedado atrás. Hablaban de las oposiciones a la lectoral de Sigüenza y de las peloteras que ocurrieron en ella. El capellán, como candidato reventado, ponía de oro y azul al obispo de la diócesis y a todo el cabildo.

El vítor sordo que estalló en la estancia vecina hízoles comprender al lectoral y a Ramiro que los conjurados eran numerosos. Bien puesto, bien puesto, señor don Enrique exclamaron algunos. Que se fije mañana mismo en los muros de la Iglesia Mayor y en los portales del Mercado.

Con la voz cada vez más ronca y más baja, pasó luego a explicar las instrucciones que el canónigo debía transmitir a su agente. El mismo se narcotizaba con su propio discurso. Ya era imposible comprenderle. Su palabra vacilaba, se extinguía. Entonces, escupiendo, por última vez, dobló la cabeza sobre el hombro, y quedose dormido. El lectoral no supo qué hacer.

Palabra del Dia

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