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Todo lo de ella le parecía admirable. Sin saber cómo, se lanzó á hablar. El mismo se asombró al oír su voz, diciendo siempre las mismas cosas con distintas palabras. Sus pensamientos eran incoherentes, pero todos se iban aglomerando en torno de una afirmación incesantemente repetida: su amor, su inmenso amor por Freya.

Por último lanzó un profundo suspiro, se pasó la mano por la frente y sentándose bruscamente, me señaló una silla en frente de él. Entonces, como si hubiera deseado hablarme, sin hallarse con el valor suficiente, sus ojos se detuvieron sobre los míos, y leí en ellos una expresión tal de angustia, de humildad y de súplica, que de parte de un hombre tan orgulloso como él, me conmovió profundamente.

Apénas llegué á Basilea, hice lo que en las demas ciudades que visito por vez primera: me lanzo á la calle para ver lo que haya digno de atencion.

Lo más que pudo hacer, fue separarse para eludir el primer impulso de su adversario. Pero aquel animal no seguía, como lo hacen comúnmente los de su especie, el empuje que les da su furioso ímpetu. Volvióse de repente, se lanzó sobre el matador como el rayo y le recogió ensartado en las astas: sacudió furioso la cabeza y lanzó a cuatro pasos el cuerpo de Pepe Vera, que cayó como una masa inerte.

El 18 de febrero recogió su ancla el gigantesco vapor Paraná á cuyo bordo habíamos ido todos los pasajeros reunidos en San-Thomas por las malas particulares de Cuba, Méjico, «Centro-Américael Pacífico, Nueva Granada y todas las Antillas. A las nueve de la mañana todo el mundo lanzó su grito de despedida, al empezar con alegría y confianza la segunda navegacion.

Pero yo no qué vio de pronto en la luz del aposento, que se lanzó, con aquella fuerza que siempre la arrastraba, un tiempo hacía, a leer los fenómenos meteorológicos en la bóveda celeste, a uno de los cuarterones de la puerta de la solana. Allí se estuvo unos instantes devorando el espacio con los ojos.

Se lanzó el carruaje montaña arriba, por un camino de violentos zigzags. Al final de cada ángulo se mostraba Monte-Carlo, más hundido, más pequeño, como una ciudad de caja de juguetes, con los tejados rojos y muchas hormigas siguiendo el hilo de sus calles para aglomerarse en la plaza.

La voz se ahogaba en mi garganta y no tenía valor para decir la fatal noticia. Repitieron la pregunta, y entonces vi a mi amita que salía de una pieza inmediata, con el rostro pálido, espantados los ojos y mostrando en su ademán la angustia que la poseía. Su vista me hizo prorrumpir en amargo llanto, y no necesité pronunciar una palabra. Rosita lanzó un grito terrible y cayó desmayada.

Si nota algún cambio, me llama, pero creo que esto no sucederá hasta mañana. Entre tanto yo me muero de sueño. Lanzó un bostezo sonoro y salió. Su lenguaje y su sangre fría ante el moribundo me chocaron.

El feroz minero dejó de reir y le lanzó una mirada torva. Los parroquianos rieron discretamente y admiraron el valor de Martinán.