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Actualizado: 7 de junio de 2025
Le vigilaba, y todos los días poco antes del amanecer, escuchaba cómo abría suavemente la puerta de la calle y subía las escaleras quedamente, tal vez descalzo. La austera señora callaba amontonando en silencio su indignación, lamentándose ante don Andrés de aquel retoñamiento de locura que trastornaba sus planes.
Apenas pusiéron los piés en la ciudad, lamentándose de la muerte de su bien-hechor, la mar embatió bramando el puerto, y arrebató quantos navíos se hallaban en él anclados; se cubriéron calles y plazas de torbellinos de llamas y cenizas; hundíanse las casas, caían los techos sobre los cimientos, y los cimientos se dispersaban, y treinta mil moradores de todas edades y sexôs eran sepultados entre ruinas.
El Condestable se queda otra vez solo, y mira por una hendidura á la habitación de Blanca; observa que se halla inmediata á la pared, en donde está la abertura, y la derriba de repente con tal fuerza, que es segura la muerte de Blanca bajo su maderamen, hecho pedazos. Se oye un grito de angustia, y el Condestable la acompaña, lamentándose de igual modo. En este momento acuden Enrique y Roberto.
Ben-Tovit era un buen hombre, a quien repugnaba la injusticia; pero cuando su mujer se levantó, le dijo mil cosas desatentas, lamentándose de que le hubiera dejado solo y no hubiera hecho ningún caso de sus terribles sufrimientos. La mujer no se incomodó por estos reproches injustos; no ignoraba que era el dolor, y en modo alguno la maldad, lo que hacía hablar así a su marido.
Leopoldina Pastor alborotada por ciento, proponiéndose referir a Octavio Feuillet la historia de la cadina para que escribiese un cuento original, y lamentándose de que Jacobo Sabadell no apareciese por ninguna parte, aguardándole todos tan impacientes para tributarle el justo homenaje de admiración que su novelesca aventura les inspiraba, tan distinto del frío recibimiento con que le habían acogido la víspera.
No se había consolado aún la desventurada señora de la pena que el desatino de su hija le causara, y se pasaba las horas lamentándose de su suerte, cuando entró en quintas Antoñito. La pobre señora no sabía si sentirlo o alegrarse. Triste cosa era verle soldado, con el chopo a cuestas: al fin era señorito, y se le despegaba la vida de los cuarteles.
Y se enardecía al hablar con don Roque, lamentándose de la audacia de Manos Duras y afirmando que en Río Negro no había justicia. Tres veces lo he enviado preso á la capital del territorio dijo el comisario con desaliento , y siempre vuelve libre, por falta de pruebas. ¿Qué podemos hacer nosotros?... Nadie quiere declarar contra él.
Frente al Suizo, se colocaban los bolsistas, accionando en grupos, lamentándose de la decadencia de los negocios. Los pilluelos pregonaban á gritos los diarios recién llegados de Madrid.
Bringas les palpó, dioles mil besos, lamentándose de no poderles ver, y augurando que ya no les vería nunca. Más lágrimas derramó el pobrecito en aquel cuarto de hora que en toda su vida anterior, y la Pipaón, considerando aquella súbita desgracia que Dios le enviaba, la conceptuó castigo de las faltas que había cometido. Fue preciso al fin sacar de allí a los pequeñuelos.
Hace unas noches se despertó sin luz y creyó que se había vuelto ciego; estuvo alborotando, lamentándose é insultándome, diciendo que le había sacado los ojos... Cuando entré con una luz me tomó por el P. Irene y me llamó su salvador... ¡Como el gobierno, exactamente!
Palabra del Dia
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