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Arturo aguardaba en el escenario, hablando con varios jóvenes y con Lubert, el director, a quien, en aquel instante, estaba recomendando a Judit. Cuando ésta apareció, avanzó él a su encuentro, a la vista de todos, y juntos bajaron por la escalera particular de los artistas.

Aquí estoy, mamá, no alborote, aquí estoy contestó por último Judit, haciendo lo posible por soltar la mano de su galán, que retenía con fuerza para que no se marchara. No te muevas de acá, bribona; no te me separes. Ven también, Raquel. ¡Ay, Jesús! ¡bien me decía tu padre!

Los papeles a que se refería eran el testamento de su tío, que yo acababa de encontrar; testamento en el que se le desheredaba, disponiendo de la inmensa fortuna del difunto en favor de los hospicios y para fundaciones piadosas. Así se lo hice saber a Arturo, el cual recibió la noticia con una indiferencia absoluta, y se puso a leer de nuevo la carta de Judit.

»Le diré lo que por no me hubiera atrevido a decirle; lo haré por monseñor, y el Cielo me dará fuerzas... Le diré: Arturo, ¿me ama usted? Y si, como creo, como temo, me contesta: No, Judit, obedeceré a usted; me alejaré de él, no volveré a verle jamás; y entonces, así lo espero, me estimará usted lo bastante para no ofrecerme nada y no añadir la humillación al sufrimiento.

Así, pues, todo el mundo se alegró cuando Judit se encargó de este cuidado; y su tía, convencida de que con una figura y una educación tan distinguida debía hacer fortuna sin mucho trabajo, no esperaba más que una ocasión para ello, la cual no tardó en presentarse.

Júzguese, pues, de su sorpresa, cuando al quinto día vio entrar a su tía corriendo y desatalentada, la cual, precediendo a un caballero, abrió la puerta del tocador, diciendo: ¡Aquí está! Judit intentó levantarse por cortesía, pero sus piernas flaquearon; y conociendo que iba a desmayarse, se dejó caer sobre el sofá en que estaba sentada.

Esto fue lo primero que preguntaron a Judit, con el propósito de hacerla hablar; pero todo fue en vano: Judit observó una discreción impenetrable, por la sencilla razón de que ella misma lo ignoraba.

Después de semejante escándalo, era imposible pensar, durante mucho tiempo al menos, en hacerle abrazar la carrera de la Iglesia. Y esto era lo que Arturo deseaba. Su tío escribió a Judit la amenazadora carta que ya conocen ustedes, y el Rey comunicó al Conde la orden de abandonar a París en el término de veinticuatro horas. Era forzoso obedecer.

Vaya, no puedes quejarte... Pero, ¿qué tienes? ¿Te vas a poner mala por un hombre a quien ves todos los días? Judit no oía estas palabras; era demasiado feliz. Arturo acababa de inclinarse hacia ella y le dirigía un saludo, con grande escándalo del dorado palco en que se encontraba.

El era entonces quien se sintió morir... pero haciendo un esfuerzo, le dijo a media voz: ¡Judit!... ¡Es usted, Judit!... Ella trató de ausentarse. ¡Quédese, por favor! Déjeme decirle que soy el más desdichado de los hombres por no haber sabido apreciar hasta qué punto merecía usted todo mi amor. La desconocida se estremeció de nuevo.