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Actualizado: 29 de julio de 2025


Nuestra aventura fué muy sonada en Lúzaro; todo el mundo se enteró, y hubo que pagar el Cachalote a Zapiain, el relojero y corredor de comercio. Para nosotros no era cosa de avergonzarnos; los chicos nos admiraban. Yo conté de mil maneras distintas las impresiones que se experimentaban en la cueva del Izarra y demostré que en ella no había nada maravilloso, sino restos del paso de contrabandistas.

Los pescadores decían que enfrente de Frayburu, el monte Izarra tenía una gran cavidad, una enorme y misteriosa caverna. Pasada esta parte, el Izarra se cortaba en un acantilado liso, pared negra y pizarrosa, veteada de blanco y de rojo, en cuyas junturas y rellanos nacían ramas y hierbas salvajes. Aquí, el mar de mucho fondo era menos agitado que delante de los arrecifes.

En invierno, la playa de las Ánimas es triste; la bruma blanquecina cubre el mar; jirones de niebla se levantan por el Izarra, y el aire y el agua se confunden. Ni una línea se destaca claramente; cielo y agua son la misma cosa: un caos sin forma y sin color.

Desde que supimos esto, la cueva nos imponía algún respeto. A pesar de ello, yo propuse que quemáramos la maleza del interior. Si estaba la Egan suguia se achicharraría, y si no estaba, no pasaría nada. A Recalde no le pareció bien la idea. Así se consolidan las supersticiones. La parte alta del Izarra era imponente.

Era una mañana de otoño; el pueblo comenzaba a desperezarse, las brumas iban subiendo por el monte Izarra y del puerto salía, despacio, una goleta. Llegamos a Aguirreche; estuvimos un momento, y después, mi abuela, la tía Úrsula y mi madre, vestidas con mantos de luto, y yo con la Iñure, nos dirigimos a la iglesia.

Comencé a remar despacio, con cuidado, haciendo la menor violencia, para que no saltaran los tapones del bote. Yo miraba a Recalde, y Recalde miraba el agujero enorme del Izarra, que iba haciéndose más grande a medida que nos acercábamos. Veía el terror representado en los ojos de mi compañero. La sima abría ante nosotros su boca llena de espumas.

En la punta del Izarra debió de haber en otro tiempo una batería; aun se notaba el suelo empedrado con losas del baluarte y el emplazamiento de los cañones. Cerca existía una cueva llena de maleza, donde solíamos meternos a huronear. Era un agujero, sin duda hecho en otro tiempo por los soldados de la batería, para guarecerse de la lluvia, y que a nosotros nos servía para jugar a los Robinsones.

Salimos del puerto; el horizonte se presentaba nublado, con algunos agujeros, en cuyo fondo brillaba el azul del cielo; pasamos la barra en nuestro Cachalote, que bailaba sobre las olas como un cetáceo jovial, y comenzamos a doblar el Izarra a larga distancia de los arrecifes.

Una mañana de otoño, tendría yo entonces catorce o quince años, vino Recalde, antes de entrar en clase en la Escuela de Náutica, y nos llamó a Zelayeta y a . Una goleta acababa de encallar detrás del monte Izarra, cerca de las rocas de Frayburu. Recalde el Bravo, padre de nuestro camarada Joshe Mari, y otro patrón, llamado Zurbelcha, habían salido en una trincadura para recoger a los náufragos.

Mary la dije agarrándola enérgicamente y zarandeándola con furia . ¡Cuidado con hacer necedades! La muchacha comenzó a sollozar con inmensa amargura. La dejé que llorase largo rato, haciéndome el incomodado, y después, ofreciéndole la mano, le dije: Vamos, Mary, que empieza a llover. Ella puso entre la mía su mano pequeña y callosa, y comenzamos a subir el Izarra.

Palabra del Dia

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