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Actualizado: 29 de julio de 2025


Fernando se había dado cuenta de su amor oyéndola cantar el Goizeko izarra, la invocación á la estrella de la mañana.

El monte Izarra forma una pequeña península: a un lado tiene el boquete de Lúzaro, al otro, una playa extendida algunos kilómetros entre la punta del Faro y los cantiles pizarrosos de la parte de Elguea. Esta playa es la llamada playa de las Ánimas; playa solitaria y desierta.

Según él, detrás del monte Izarra, un poco más lejos de Frayburu, había en el mar una sima sin fondo. Muchas veces, él echó el escandallo; pero nunca dió con arena ni con roca. Se le decía que su sonda era, seguramente, corta; pero Yurrumendi aseguraba que, aunque fuera de cien millas, no se encontraría el fondo.

El viejo me explicó con detalles varias costumbres de pescadores, que yo ignoraba. Los pescadores me dijo suelen tener algunos señeros en el Izarra y en Aguiró, para que estudien los cambios atmosféricos. Si las señales son de bonanza, se lo indican a las llamadoras, que se encargan de ir avisando a los tripulantes de cada chalupa dando fuertes golpes en las puertas de sus casas.

Recalde persistió en sus tentativas, y llegó a impedir que siguiera inundándose el bote. Estábamos a unos doscientos metros de la gruta de Izarra. Habrá que ir directamente a la cueva dije yo. ¡A la cueva! ¿Para qué? preguntó Recalde, sobresaltado. No habrá más remedio. Si no se nos va a abrir el Cachalote antes de llegar a la punta del Faro. , es verdad; vamos.

En último caso, aprovechando la marea baja, podía ir avanzando por las rocas, nadar hasta la gruta del Izarra, y salir, como en la infancia salimos Recalde y yo; pero el viaje era peligroso, y, además, no me hacía ninguna gracia la perspectiva de entrar solo en aquel agujero. Lo mejor era tener paciencia. Mi madre habría dado parte de mi desaparición.

Entonces me gustaba cantar, en voz baja, zortzicos y sones de tamboril, y, al oírmelos a mismo, creía andar por las callejuelas de mi pueblo, oler el olor del heno, contemplar las rocas del Izarra azotadas por el mar, y el cielo azul pálido surcado por nubes blancas. Se comprende mi entusiasmo por Lúzaro; soy de aquí, y de aquí es toda mi familia.

No a punto fijo en qué categoría colocaba Yurrumendi a su gigante de los ojos encarnados; pero creo que no le consideraba a la altura de la Egan suguia, la gran serpiente alada del Izarra, con sus alas de buitre, su cara siniestra de vieja y su aliento infeccioso.

No quería mirar a tierra, para no ver la distancia que nos separaba. Además, nos encontrábamos enfrente de la gruta del Izarra, de que tanto hablaba Yurrumendi, y nos daba cierto temor. Al cambiar de sitio no qué hicimos; el tapón de la abertura debió moverse, y empezó a inundarse de nuevo el bote. Recalde se agachó e intentó cerrar la vía de agua, pero no lo consiguió. Yo dejé de remar.

Ahora, yo remaré dijo Recalde ; no hagas mas que ir achicando. Era tiempo, porque el bote iba haciendo agua; tenía yo los pies y los pantalones mojados. Me puse a trabajar con el achicador, con brío, y conseguí que el nivel del agua dentro del bote disminuyera muchísimo. Pensábamos dar la vuelta al monte Izarra y atracar en la punta del Faro. Cuando se cansó Recalde de remar, le substituí yo.

Palabra del Dia

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