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Actualizado: 13 de junio de 2025
¡No! gritó la señora Hellinger, mandando de repente al diablo toda su pena. Yo no lo sufriré; no ha de suceder así: la vergüenza sería demasiado grande; yo no podría sobrevivirle. ¡Qué vergüenza! ¡qué vergüenza! El doctor le lanzó una mirada en que se leían el asco y el desprecio. Pero ella no le hizo caso. Tú eres fuerte, Hellinger dijo.
Y, estremeciéndose, extendió la mano hacia el frasco de gotas de Hoffman, que estaba siempre a su alcance. Era la primera vez en su vida que tenía miedo. Cuando el viejo Hellinger penetró en la habitación de arriba, el espectáculo con que se encontró le heló la sangre en las venas. El cuerpo de su hijo yacía en el suelo, cuan largo era.
Una barba rizada y desaliñada envolvía las mejillas bronceadas con sus vellos rudos y enredados, y adquiría en las extremidades de la boca un matiz más claro y caía sobre el pecho en dos puntas de un rubio apagado. Era Roberto Hellinger, el propietario de la granja de Gromowo, el prometido de Olga. De la felicidad que le había llegado la víspera, su frente no dejaba adivinar gran cosa.
Pero, un instante después, la ansiedad volvió a apoderarse de él. ¿Dónde está Olga? tartamudeó alzando los ojos hacia la puerta, como si fuera a verla entrar en ese instante. ¿Olga? dijo la señora Hellinger encogiéndose de hombros. ¡Qué sé yo! Sin duda va a venir de un momento a otro; ¿es por algo urgente? ¡Alabado sea Dios! exclamó el doctor juntando las manos. ¡De modo que ya ha bajado!
La señora Hellinger, al contrario, asumió su aspecto áspero y refunfuñó algo como: «modales de fumadero.» Cuando el doctor vio la tranquila mesa del desayuno y a sus amigos que, con la cara de todos los días, lo miraban con estupor, se dejó caer en una silla con un suspiro de alivio. ¡Así, pues, la terrible cosa no se había realizado!
No, eso no dijo la señora Hellinger. La señora Duquesa se ha dignado dormir hoy un poco más. ¡Dios del Cielo! exclamó de nuevo él. ¡Y nadie ha ido a verla! ¿Nadie sabe nada de ella? Doctor ¿qué te pasa? gritó el viejo Hellinger que comenzaba a inquietarse.
Pero tal vez no lo quiere insinuó el viejo Hellinger. Ella soltó la risa. ¡Mi querido Adalberto!
Ella tampoco ha podido dormirse sin hacer al viejo tío el confidente de su dicha. Eso está bien, hijos míos; os lo tendremos en cuenta. Y con la misma alegre prisa con que había abierto la carta de Roberto Hellinger, rompió el nuevo sobre. Pero apenas había comenzado a leer, cuando con un grito ahogado retrocedió dos pasos, tambaleándose, como un hombre que recibe un golpe por sorpresa.
Las ocho menos cuarto, señor doctor respondió la anciana, ocupándose en arreglar la tapa de la estufa. ¡Vaya! ¡vaya! exclamó él, enderezándose. ¡Qué perezoso me he vuelto! Y... ¿han llegado cartas? Sí, varias por correo y una que trajo personalmente el joven señor Hellinger hace dos horas. ¡Pero, si hace dos horas, era todavía de noche!
La señora Hellinger, que recibía los pésames y ensalzaba con gran refuerzo de lágrimas y de pañuelo las virtudes de la difunta, se reveló de improviso, en medio de su dolor, ama de casa previsora y de primer orden.
Palabra del Dia
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