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Actualizado: 13 de junio de 2025
Pero no estaban de acuerdo sobre si una inocente partida de Boston lastimaría el dolor general, y resolvieron enviar una diputación a la dueña de casa para pedirle su autorización. Había tanta vida y movimiento en casa de los Hellinger, que parecía que se celebrara allí una boda.
Y dicho esto, miró a Marta de reojo con expresión un tanto cómica. Me pareció que ella se ponía más pálida que de costumbre y la taza que tenía en la mano tembló perceptiblemente. ¿Esa ave ha venido ya alguna vez? preguntó lentamente y en voz baja, sin alzar los ojos. ¡Vaya si ha venido! dijo papá sin dejar de reírse. Entonces, es... Roberto Hellinger dijo.
El botón de nácar, al cual se adhería un jirón de tela y que se había quedado en el ojal, era lo único que indicaba que, antes de dormirse, la joven había debido ser presa de una violenta agitación. Duermes, tesoro mío, dime que duermes, dijo la señora Hellinger sollozando. Dime que no has hecho semejante afrenta a tu tía, a tu querida tía que te ha criado y cuidado como a su propia hija.
Los invitados respiraron con alivio cuando las puertas del comedor se abrieron y, de una mesa resplandeciente, asados, compotas y ensaladas de arenques, les enviaron sus sabrosos perfumes. El viejo Hellinger, después de haber alabado al Señor, bebió con algunos amigos privilegiados el vino superior que reservara para la solemnidad de la noche.
Había querido ir al encuentro de Roberto para prepararlo a la espantosa noticia, y veía con terror que llegaba demasiado tarde. El viejo Hellinger se adelantó vivamente a recibirlo y le cuchicheó en el oído: ¡Lléveselo usted, está como un loco! Aquí nada podremos obtener de él.
A esa zozobra, que llevaba todos los días al anciano a casa de los Hellinger, se agregaba la inquietud creciente que le inspiraba Roberto quien, desde ese día de espanto, había caído en un abatimiento profundo y desesperante.
El viejo Hellinger palideció y su mujer se puso a gritar y sollozar: se aferraba al brazo del doctor y quería saber lo que había sucedido, pero éste no decía una palabra más. Así subieron los tres la escalera que conducía al cuarto de Olga, mientras que en el vestíbulo los sirvientes se reunían y los contemplaban curiosamente con los ojos muy abiertos.
»Conozco demasiado, mis queridos amigos, el afecto que profesáis a vuestra hermana, para no estar persuadida de que negaréis como yo, desde hoy, y para siempre, vuestro consentimiento a esa unión funesta e irracional. »Vuestra hermana que os querrá siempre, »Juana Hellinger. »P. S. ¿La cosecha es buena por allá? Aquí el centeno de invierno ha dado, pero las patatas sufren mucho de la enfermedad.»
Palabra del Dia
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