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Actualizado: 21 de junio de 2025
La primera vocación de un muchacho es la guerra: tener un sable, un fusil, un cañón, aunque sean de juguete, generalmente por ahí terminan los hombres entre nosotros. Tener una o varias cajas de soldados, formarlos, hacerme la ilusión de que aquello es un ejército, ese era mi ideal en aquellos días.
Ugarte era el que se encargaba de hacerme la vida odiosa, recriminándome por no haber seguido su consejo cuando navegábamos por el Pacífico. Llegamos a tierra y nos condujeron delante de los jueces. Aparecimos en el banquillo todos los tripulantes de El Dragón. El no haber resistido y el quedar los hechos obscuros nos salvó de ser ahorcados.
Pero no sólo del terror nació mi piedad, que ahora creo que va de veras, sino también de amor de Dios, y de un deseo vehemente de seguir a millones de millones de leguas a mi modelo inmortal. Y para decirlo todo, sepa que en mucho, en mucho, debo al afán de no ser ingrata esta voluntad firme de hacerme buena.
Cuando recuerdo ahora aquella época me pregunto si estuve loco. Sarto me ha dicho después que por entonces yo no admitía intervención alguna ni aceptaba consejos de nadie; que me conduje como Rey absoluto de Ruritania. Por ninguna parte veía solución que pudiera hacerme atractiva la vida, y por lo mismo la arriesgue de la manera más temeraria.
Pues a estas horas, estando esto tan solitario dijo de pronto ya podía el señor Pepe venir aquí y hablar con usted. Cállate y escucha. Con quien quiero hablar ahora, es contigo. Mande Vd. ¿Eres capaz de hacerme un favor? La verdad, y sin que nadie se entere. ¿Ni el señor Pepe? Menos que nadie. El chico la lanzó una mirada que no pudo ser más expresiva.
Debéis saber que Marta tiene principios muy severos respecto de la virtud de las mujeres, y que, su corazón es todavía puro y sencillo como el de una niña de veinte años. ¡Cómo! pretenderíais hacerme creer... Es muy natural, señor. Ha sido criada en un convento y no salió de él más que para casarse con un hombre viejo ya, que ella no conocía casi.
Al día siguiente, mis inquietudes habían desaparecido a pesar de todo, pero por la tarde recibí una larga misiva de mi cura, llena de buenos consejos y con este final: «Reinita: tu carta ha venido a consolarme y alegrarme en mi soledad, te ruego que no te canses de escribirme. No sé que hacerme sin ti, y no voy al Zarzal, de miedo de llorar como un niño.
Pasa adelante y acorta el cuento, porque llevas camino de no acabar en dos días. -No ha de acortar tal -dijo la duquesa-, por hacerme a mí placer; antes, le ha de contar de la manera que le sabe, aunque no le acabe en seis días; que si tantos fuesen, serían para mí los mejores que hubiese llevado en mi vida.
Pero mi madrina la condesa, en vista de tan ardiente devoción, quería hacerme monja; y el otro día, «las señoritas», recordando los deseos de su mamá, todavía me ofrecieron costearme el dote para que entrase en un convento. ¿Y usted acepta? preguntó el joven con visible ansiedad. ¡Yo...! No pienso en ello por ahora. Aquella santidad voló, creo que para siempre. Ahora soy mala, muy mala.
Para hacerme levantar temprano se han ensayado conmigo todos los procedimientos, desde el despertador de campana al jarro de agua fría; pero el de la multa y el de la prisión eran totalmente inéditos. ¿Qué iba a ser de mí si no me levantaba? Y todo porque en un momento de distracción me había dejado atropellar por un automóvil...
Palabra del Dia
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