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Actualizado: 5 de junio de 2025


La alegre embriaguez de Maltrana hacíale contemplar a Feli con ojos amorosos. ¡Qué hermosa la veía en el desorden del sueño, con el pelo alborotado y las mejillas sonrosadas, mostrando su pecho de suave palidez de camelia por entre las modestas puntillas de la camisa, cruzando tras la cabeza el marfil de sus redondos brazos! Era la musa de la juventud.

La campana, sin embargo, sonaba echada a vuelo, pero cada alegre vibración repercutía en sus oídos como un toque fúnebre y el resplandor de los cirios detrás de los vidrios de colores hacíale pensar en unos funerales, los funerales de su amor.... En vano ahuyentaba esas imágenes importunas, que volvían como una mosca a posarse en su frente.

Incomprensible apatía le inundaba: una inconsciencia, una vaguedad de emoción, comparables al comienzo de la embriaguez. Su razón meditaba sin comprender. La frescura de la noche hacíale sonreír. Abajo, profundamente, los altozanos ondulaban con color fosco de acero. El convento de la Encarnación, con sus tristes paredes pálidas, adormía en la noche su sosiego santo.

Siempre que el doctor trataba de excusar a Magdalena, Antoñita sonriendo hacíale callar en el acto. Acercábase ya a todo esto la noche del baile. El día anterior las dos jóvenes hablaron mucho de los trajes que habían de lucir, y con asombro de Amaury, Magdalena pareció preocuparse bastante menos del suyo que del de su prima.

Hacíale notar la manera libre como suele entenderse, no ya el concepto del deber, sino todos los deberes, el abuso de las palabras, la confusión de todas las medidas, que da margen a la perversión de las ideas más sencillas, a que nadie llegue a entenderse en cuanto a lo bueno, lo verdadero, lo malo, lo peor, resultando que no existe diferencia apreciable entre la gloria y el prestigio en el sentido propio de la palabra, ni delimitación exacta de las acciones malvadas y de los hechos simplemente irreflexivos.

En cambio cuando estaba afligido, que era lo más frecuente, las cosas más bellas se afeaban volviéndose negras, y se cubrían de un velo... parecíale más propio decir de un sudario. Aquel día estaba el hombre de buenas, y la excitación de la dicha hacíale más niño y más poeta que otras veces.

Su amigo había contestado a las confidencias con una bofetada, y después ocurrió la riña, de la que Rafael salió tan malparado. Juanito se conmovió por el suceso. Decididamente, su hermano no era malo; su prontitud en defender la honra de la familia, castigando la calumnia, hacíale simpático. Y el sencillo Juanito, olvidando lo de la borrachera, consideró a su hermano como un héroe.

Y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.

Hacíale gracia pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina cuyo recuerdo raras veces venía a turbar las alegrías de su vida de soltero, o como decía él, de marido emancipado. ¿Qué haría ella a tales horas? Cinco años que no se veían, y apenas si tenía noticias suyas.

Aquella hospitalaria acogida, la discreta intimidad de aquel pabellón que el ramaje caído de las hayas cubría de verdor, el rostro franco y ligeramente encendido de la joven viuda sentada, enfrente de él, todo eso llenaba a Delaberge de un sutil desvanecimiento y hacíale perder poco a poco el sentido de la realidad.

Palabra del Dia

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