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Si escuchaba cerrarse una puerta con violencia, aquel golpe repercutía dolorosamente en su corazón: las bisagras se desencajaban, todos los pestillos se echaban a perder. En fin, con tal sobresalto vivía, que le acometió una pasión de ánimo y comenzó a decaer visiblemente. Un su amigo tan miserable como él, pero más vividor, le aconsejó que dejase la casa y se trasladase a otra.

La campana, sin embargo, sonaba echada a vuelo, pero cada alegre vibración repercutía en sus oídos como un toque fúnebre y el resplandor de los cirios detrás de los vidrios de colores hacíale pensar en unos funerales, los funerales de su amor.... En vano ahuyentaba esas imágenes importunas, que volvían como una mosca a posarse en su frente.

Algún lejano aldabonazo retumbaba allá... en lo más remoto, y sobre las losas el golpe del chuzo del sereno repercutía majestuoso. Amparo se detuvo ante la casa de los Sobrados. Era ésta de tres pisos, con dos galerías blancas muy encristaladas, y puerta barnizada, en la cual se destacaba la mano de bronce del aldabón.

Hablaba, y repercutía el sonido de su voz, como si dieran con un martillo sobre un caldero, ¡dam, dam, dam! y la vibración ensordecía. No grites tanto, Angelita suplicó misia Gregoria, sin abrir los ojos. Ella, no hizo caso y saltó de repente: Dime, mamá, ¿es cierto eso que le has dicho a la de Eneene, que nos vamos al Frigal? ¡En junio! sería ridículo.

Todo era dicha y tranquilidad en casa de doña Manuela, y el contento de la familia repercutía en Las Tres Rosas, donde la sencilla Teresa considerábase feliz. Sabía que su marido había roto definitivamente con Clarita, aquella «mala piel» que vivía en la calle del Puerto. Ya no le pagaba los trimestres del entresuelo, ni atendía a sus locos gastos.

Una vez hablaba a Maltrana, una voz sin vibración, que repercutía en su cerebro sin haber pasado antes por su oído: Y así marchamos a través del misterio azul, en busca de una lejana tierra de ensueño para nuestro cargamento de miserias y ambiciones. Hace años, seguíamos todos el mismo rumbo con la tenacidad de un rebaño que no conoce otro camino.

Una voz siniestra cantaba los números, y a cada cifra, que repercutía lúgubremente bajo las bóvedas, se desprendía una sombra de la mesa, abandonando sobre la bandeja el bolsillo. Luego volvían con otro y más tarde con otro, y el oro se amontonaba de manera tal, que tocaba al techo en soberbia columna de tentadores chispazos. Y los dados seguían bailando y cantando la voz siniestra.

Los faroles situados en torno del monumento iluminaban sus bases gigantescas y los pies de los grupos escultóricos. Más arriba se cerraban las sombras, dando al claro monumento la negra densidad del ébano. Atravesaron la plaza y el Arco. Al verse bajo la bóveda, que repercutía, agrandado, el eco de sus pasos, se detuvieron.

El techo bajo de los pórticos repercutía y agrandaba las voces de los compradores.

La nota, que repercutía sobre misma, enredándose y desenredándose, como un hilo sonoro, se perdía subiendo y se desvanecía alejándose para volver descendiendo con timbre grave. Parecía emitida por un avecilla, que se remontara primero al Cielo, y que después cantara en nuestro propio oído.