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Actualizado: 16 de julio de 2025
Tanto repetía el consejo, que el ecónomo del hospital de San Andrés pensó que aquello no era hijo del delirio, sino grito de la conciencia, y fuése al alcalde del barrio con el cuento. Este hurgó lo suficiente para sacar en claro que Mañuco el Parlampán había sido pájaro de cuenta, y tan diestro en el manejo de la ganzúa que con él no había chapa segura, siquiera tuviese cien pestillos.
Sorprendió a Rufita González en enaguas y en pernetas, huyendo por el pasillo al conocer la voz de los que llamaban, después que su madre les había abierto la puerta. Tuvieron que esperarla un buen rato en la sala, que era pequeñita, como toda la casa desde el portal, y vieja, por supuesto, con puertas acuarteronadas, cerraduras y pestillos enormes, y vidrios muy chiquitines, donde los había.
Si escuchaba cerrarse una puerta con violencia, aquel golpe repercutía dolorosamente en su corazón: las bisagras se desencajaban, todos los pestillos se echaban a perder. En fin, con tal sobresalto vivía, que le acometió una pasión de ánimo y comenzó a decaer visiblemente. Un su amigo tan miserable como él, pero más vividor, le aconsejó que dejase la casa y se trasladase a otra.
Palabra del Dia
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