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Otros guardaban los autores teológicos, y el resto estaba ocupado por todos los libros escritos en favor y defensa de la Compañía de Jesús. Aresti leía con curiosidad los nombres de aquellos autores que le eran desconocidos y á los cuales atribuía el hermano una fama universal. Realmente, era todo antiguo en aquella biblioteca: olía á sepultura. Descendieron á los claustros.

Los depósitos esparcidos en las costas lo guardaban para los buques de guerra. Noticias importantes llegaban con frecuencia al yate por el telégrafo sin hilo desde el lejano París, donde estaba el primer apoderado del príncipe. Se había roto la comunicación entre él y las administraciones de la fortuna Lubimoff establecidas en Rusia.

Pocos se guardaban, pues, de hablar secretos en su presencia; pero si alguno lo hacía y llegaba a notarlo, le acometían tales ansias y congojas por conocer lo que le ocultaban, que no dormía, ni descansaba un momento; andaba pálida, ojerosa, se hacía grosera, intratable.

Las personas que había en la sala guardaban triste silencio. Don Mariano, reclinado en un sofá, con la mejilla apoyada en una mano, cerraba los ojos, dando señales de profundo abatimiento. Después que el cura hubo terminado, volvieron a entrar Marta, María, Ricardo y don Máximo. El estado de doña Gertrudis iba siendo cada vez más grave.

Cuando el hijo de la duquesita vertía sus primeras lágrimas entre lienzos de Holanda y ricos encajes, hacía sus primeros pucheros el chiquitín de Manuela envuelto en pañales de bayeta amarilla. No habían salido a misa de parida, aún guardaban cama, cuando una noche, casi de madrugada, la duquesita mandó llamar a su doncella, hermana de Manuela.

Guardaban silencio, pero este silencio les decía mil cosas tiernas y placenteras que sus labios no serían capaces de pronunciar. Clara dio un grito. El caballo de Tristán había metido su casco en la madriguera de un conejo, y cayó de cabeza arrastrando al jinete, envolviéndolo. ¡Tristán, Tristán! gritó la joven arrojándose a tierra.

Bastaba un solo cadáver, el cadáver que justificaría las crueles represalias, para que despertase la autoridad de su sueño voluntario. Comenzó por todo Jerez la cacería de hombres. Pelotones de guardia civil y de infantería de línea, guardaban inmóviles la entrada de las calles, mientras la caballería y fuertes patrullas de a pie ojeaban la ciudad, deteniendo a los sospechosos.

I así para sosegar los ánimos de los que andaban alborotados con la mucha libertad que tenian los judíos, así de los cristianos nuevos como de los contumaces aun de su lei, dispuso en las Córtes celebradas en Toledo el año de 1480 que todos los observantes de la lei de Moisés viviesen apartados de los que guardaban la de Cristo, i que trajesen las señales prevenidas por las antiguas ordenanzas.

Los días de corrida tomaba un coche de punto, que pagaba la empresa, metíase bajo la americana el vaso sagrado, escogía por turno entre sus amigos y protegidos uno a quien agraciar con el asiento destinado al sacristán, y emprendía la marcha a la plaza, donde le guardaban dos sitios de delantera junto a las puertas del toril.

En sus primeros años de vida en la Costa Azul, el elegante Lewis había adquirido por unos miles de francos las ruinas de una fortaleza señorial que guardaban la tradición dramática de guerras con los condes de Provenza, asaltos y asesinatos de familia.