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Actualizado: 30 de abril de 2025
Antonio Pérez ocultó por conveniencia la verdad del caso; al Rey de Francia escribió «que le engañaban los que decían que gozaba pensión ni socorro de un franco de Rey ni Reina desde que salió de España, sino del pan que había comido de S. M. y de Madama su hermana.
La mayor parte de estas anécdotas él mismo las había referido: gozaba hablando de sus obscenidades. Los vecinos le despreciaban y le temían al mismo tiempo. Se le tenía por un ser extraño, misterioso, mal intencionado. Ocupaba un puesto desde el cual podía hacer daño a mucha gente.
Aresti le abrazó. Realmente, el grande hombre no gozaba de buena salud. Había adelgazado mucho, su barba era casi blanca, los ojos los tenía hundidos, y en su rostro enjuto se marcaban los pómulos con agudas aristas, pareciendo la nariz más grande y pesada.
Uno que huía ante los toros era temido por la facilidad con que tiraba de navaja. Otro había estado en presidio por matar a un hombre de un puñetazo. El famoso Tragasombreros gozaba los honores de la celebridad luego que una tarde, en una taberna de Vallecas, se comió un fieltro cordobés frito en pedazos, con vino a discreción para hacer pasar los bocados.
Aparte del prestigio que debía a su fortuna, gozaba entre los amigos de cierta consideración social por su matrimonio y su género de vida.
Maldonado tomaba las cosas de Cobo en serio. Este se gozaba en llevarle la contraria en cuanto decía, hasta que conseguía irritarlo, ponerlo fuera de si. Mas el afecto desapareció en cuanto ambos pusieron los ojos en la chica de Calderón. No quedó más que la hostilidad.
Pero él tenía amigos, gozaba de grandes influencias, y acompañando a don Carmelo, el de la comisaría, iba a realizar su capricho. No quiso decir más, y se fue escalera abajo, dejando a Ojeda tendido en un sillón de la cubierta. Un calor pegajoso humedecía las frentes y las espaldas. Los dormitantes cambiaban de postura para separarse de la epidermis las ropas adheridas por el sudor.
Demasiado inteligente para no darse cuenta de lo que así ganaba, agradeció á su pupilo haberle proporcionado la ocasión de emprender una vida arreglada y se prometió pagarle en felicidad la tranquilidad que por su causa gozaba. Y tomó en serio su papel de padre.
La bulliciosa latinidad gozaba el privilegio sobre las otras castas de beber vino en las comidas dos veces por semana y tomar chocolate al amanecer otras dos veces, en vez del café habitual. Las lamentaciones de don Carmelo, que juraba para él solo con grandes aspavientos, interrumpieron a Maltrana. ¡Mardita sea mi arma!
Doña Juana, pues, sufría y gozaba; lloraba y sonreía, se avergonzaba, y sin embargo su alma se dilataba, reposaba en una dulce confianza. Doña Juana entonces estaba en el cielo, sin haber desaparecido de la tierra. Asió las manos de los dos jóvenes, los atrajo á sí, los estrechó á un tiempo contra su pecho, y partió con los dos sus besos y sus lágrimas.
Palabra del Dia
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