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Actualizado: 28 de junio de 2025


Bajaron los tres por las calles pendientes de Chiaia hasta la ribera de Santa Lucía. Ferragut, á pesar de su preocupación, se fijó en el aspecto del conde. Iba vestido de azul y con gorra negra, lo mismo que un yachtman que se prepara á tomar parte en una carrera de balandros. Sin duda había adoptado este traje para hacer más solemne la despedida.

Pero en el momento de ir a dar el latigazo y cuando numerosos campesinos trepaban ya por la ladera para regresar a sus aldeas, se vio asomar muy lejos, en el sendero de Trois-Fontaines, un hombre alto, delgado, cabalgando en una jaca grande y roja, con una gorra de piel de conejo, de visera ancha y baja, metida hasta los hombros, dejando ver sólo la nariz.

A mediodía, Febrer, aburrido de sus paseos sin objeto por la Marina y las empinadas callejuelas de la antigua Real Fuerza, entró en una pequeña fonda, la única de la ciudad, situada junto al puerto. Allí encontró los huéspedes de siempre. En el vestíbulo, unos cuantos mozos vestidos de payeses, con gorra de cuartel: soldados de la guarnición que servían de asistentes.

Nuestro cochero pasó de largo, y como a un cuarto de milla del punto le hicimos parar, bajamos y retrocedimos a pie, ordenándole que nos esperara. Llamamos a la puerta y nos abrió una anciana con gorra y adornos de cintas.

Se quitó la gorra, enjugose el sudor con las manos, y puesto a la sombra contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aquello ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol a plomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las caballerías, abrumadas por el calor.

Vaya, quedaos con Dios decía doña Barbarita, levantándose de la silla a punto que aparecía el principal por la puerta de la trastienda, y saludaba con mil afectos a su parroquiana, quitándose la gorra de seda. Vamos pasando hijo... ¡Ay, que ladronicio el de esta casa!... No vuelvo a entrar más aquí... Abur, abur. Hasta mañana, señora.

Se alejaron con marcada indecisión, volviendo repetidas veces el rostro para examinarle una vez más. A los pocos minutos regresó uno de ellos, el más viejo, aproximándose con timidez á la mesa. ¿Es usted, y perdone, el capitán Ferragut?... Hizo esta pregunta en valenciano, al mismo tiempo que se llevaba la diestra á su gorra para quitársela. Ulises detuvo el saludo y le ofreció una silla.

Un hombre viejo, bajito, que presidía la mesa, se quitó la boina y comenzó a rezar; todos los comensales hicieron lo mismo, menos el extranjero a quien advirtió Martín de su olvido y que, al darse cuenta, se quitó apresuradamente la gorra. En el transcurso de la cena, el hombre bajito habló más que nadie. Era navarro de la Ribera.

Llevaba gorra pellejera, larga chaqueta azamarrada con grasientos alamares negros, pantalón de pana y botas blancas de montar, con recias espuelas de hierro; pendiente del cinto un sable, y entre los pliegues de la faja morada y burda asomaba la culatilla de un revolver de reglamento.

Además, era un halago indirecto al arzobispo vivo y sus favoritos hablar mal del difunto. Pero si en la conversación surgía el nombre de Su Eminencia reinante, todos callaban, llevándose la mano a la gorra para saludar, como si el príncipe de la Iglesia pudiese verlos desde el inmediato palacio. Gabriel, oyendo a sus compañeros del claustro alto, recordaba el juicio funeral de los egipcios.

Palabra del Dia

rigoleto

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