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Actualizado: 28 de noviembre de 2025
Era hermoso, era joven, me adoraba con sus ojos misteriosos de animal de la selva, y yo, sin embargo, lo encontraba ridículo y me burlaba de él cada vez que balbuceaba en inglés uno de sus cumplimientos orientales... Temblaba de frío, le hacían toser las brumas, movíase como un pájaro bajo la lluvia, agitando sus velos lo mismo que si fuesen alas mojadas... Cuando me hablaba de amor, mirándome con sus ojos húmedos de gacela, me daban ganas de comprarle un gabán y una gorra para que no temblase más.
Y todavía quiso añadir más cuidados a los de Santiago: mandó traer un calorífero y ella misma se lo puso debajo de los pies; después le envolvió las piernas en una manta y le puso en la cabeza una gorra de terciopelo. Los niños revoloteaban en torno de la butaca, acariciándole y dejándose acariciar de su tío.
¡Como la otra! repitió en acento ronco y cada vez más desencajado Montiño. ¿Pero estáis loco, señor Francisco? cubríos, que el aire hiela; embozáos y componéos, y venid conmigo. Montiño se encasquetó la gorra de una manera maquinal, y repitió su extraño estribillo: ¡Como la otra!
Apenas Roberto hubo pasado la puerta de la ciudad, notó que a su paso la gente lo trataba de manera enteramente singular. Los unos lo evitaban, los otros levantaban su gorra con ademán torpe, y tan pronto como podían, decentemente, se alejaban de él.
Una flaca quedaba en su bautismo con la designación de «sardina»; otra obesa recibía el nombre de «tritona». Maud pareció cansarse de esta ceremonia. Miraba a todos lados, pero evitando que sus ojos se encontrasen con los de Fernando. Un pasajero se acercó a las dos señoras con la gorra en la mano y el aire galante, lo mismo que si se ofreciese para una danza.
No la veía bien, envuelta como iba en un gran velo azul que descendía de su gorra de viaje, anudándose sobre el gabán de seda amarilla; pero era muy hermosa... ¡Y qué conversación! ¡Y qué saber de cosas!...
El único que no estaba en la casa era Alejandro: el pícaro pardo había cumplido su promesa; un día de un altercado tremendo con mi tía, desbocó los caballos al descender la violenta pendiente de la barranca de la Recoleta y volcó el landeau en una zanja, lo hizo pedazos y magulló a mi tía que fue izada por la ventanilla con la gorra en la nuca y los vestidos en un desorden inconveniente.
Su boca, abierta para respirar ansiosamente, dejaba ver la limpia y firme dentadura, la rosada sombra del paladar y de la lengua; su impaciente y rebelde cabello se salía a mechones de la gorra, como revelación traidora del sexo a que pertenecía el lindo grumete, si ya la suave comba del alto seno y las fugitivas curvas del elegante torso no lo denunciasen asaz.
Una tarde de luz fría y débil, melancólica y opaca, en que al gotear continuo y múltiple de la lluvia se unía de tiempo en tiempo el silbido seco y sonoro del viento del Norte. Nada, pues, tenía de extraño el estado en que se encontraban la gorra, la capa y los zapatos de Francisco Martínez Montiño.
La mujer que los había contado recogió la mantilla y la desocupó en la gorra del pescador, murmurando hacia la que riñó con ella: Da gracias á la pena de esta infeliz, que si no.... ¿Qué se trae? preguntó el pescador á la reunión. Queso.... Vino.... Aguardiente.... Pan.... ¿Á quién hago caso yo?
Palabra del Dia
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