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Actualizado: 11 de mayo de 2025
Sonó un hervor del caldera, luego un ruido de catarata, y la concurrencia, dando gritos, empezó á huir hacia las habitaciones interiores. ¡Zas!... Gillespie, no sabiendo cómo defenderse de aquel enjambre maligno, había lanzado un salivazo dentro del salón. El proyectil líquido pilló á los dos poetas y los hizo caer con su lanza envueltos en una ola pegajosa, de la que no sabían cómo salir.
Le siguió Gillespie con los ojos en todas sus evoluciones alrededor del inmóvil cortejo universitario. Por un momento sospechó si se propondría hacer algo contra el Padre de los Maestros. Luego una luz nueva pareció extenderse por el pensamiento de Edwin. Se explicó de pronto el motivo de que Ra-Ra odiase al severo Momaren.
Por el contrario, un movimiento violento bastaría para que se introdujese en su carne lo mismo que una navaja de afeitar, como había dicho el profesor hembra. Las tripulantes del lagarto aéreo tiraron ligeramente de este hilo metálico, y Gillespie, comprendiendo el aviso, dió el primer paso. Ningún obstáculo terrestre se oponía á su marcha.
El profesor Flimnap, de acuerdo con los individuos del gobierno municipal, había compuesto un programa dando á la vez satisfacción á la curiosidad del gigante y á la curiosidad del pueblo. Gillespie debía colocarse en las primeras horas de la mañana á la entrada de la ciudad, en el camino conducente al templo de los rayos negros.
La escolta tuvo que quedarse en el antiguo palacio de caza de los emperadores, que casi era una ruina, y Gillespie se lanzó á través de lo más intrincado de la selva, aspirando con deleite el perfume de vegetación prensada que surgía de sus pasos.
¿Y de qué puede servirles todo eso? interrumpió Gillespie . Yo conozco la historia de este país, que usted parece haber olvidado.... ¿Y los rayos negros? Ra-Ra levantó los hombros con una expresión de menosprecio. ¡Oh, los rayos negros! dijo al fin . El invento de una mujer bien puede sobrepujarlo el invento de un hombre. Nuestros sabios trabajan.... y no quiero decir más.
De pronto, Gillespie, que escuchaba ceñudo las palabras del profesor, lanzó una ruidosa carcajada. Fué el relato del discurso de Gurdilo en el Senado lo que le hizo pasar sin transición de la cólera á la hilaridad.
Gillespie estaba pensativo, y al fin preguntó: ¿Y nadie guarda memoria de cómo fueron los poderosos medios destructivos antes del triunfo de las mujeres?... El profesor pareció dudar, pero al fin dijo con entereza: Nadie. Y si alguno lo supiera, aparte de nosotros los estudiosos, procuraría olvidarlo, por ser un secreto cuya revelación acarrea la muerte.
Estos recién llegados también reían al ver al gigante, con un regocijo pueril, mostrando en sus gestos y sus carcajadas algo de femenino, que empezó á llamar la atención de Gillespie. Iba ya transcurrida una hora, y el prisionero empezaba á encontrar penosa su inmovilidad, cuando se hizo un profundo silencio. Procurando no moverse, torció á un lado y á otro sus ojos para examinar á la muchedumbre.
Creo necesario hacerle saber que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montaña que apareciese en nuestras costas. Gillespie, á pesar de la tranquilidad con que estaba dispuesto á aceptar todos los episodios de su aventura, se estremeció al oir las últimas palabras. Entonces, ¿debo morir? preguntó con franca inquietud.
Palabra del Dia
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