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Actualizado: 11 de julio de 2025


Gillespie encontró interesante el hormiguero que rebullía y centelleaba bajo sus pies. Un resplandor de aurora ligeramente sonrosado iluminaba las calles, sin que él pudiese descubrir los focos de donde procedía. Tal vez emanaba de misteriosos aparatos ocultos en los aleros de los edificios. Pero lo que más admiró fué el continuo tránsito de los vehículos automóviles.

Fuera del local, los servidores y los maltrechos policías se miraron con una expresión de inteligencia: ¡Ya lo mata!... Le está bien, por no haber querido oir nuestros consejos. Avisado por los gritos del profesor, Gillespie bajó su cabeza hasta el nivel de su asiento, sacándole con dos dedos de la espiral cimbreante.

Con la emoción del encuentro los dos amantes habían olvidado toda prudencia, y empezaron á hablarse en el idioma del país. Luego se fijaron en los atletas que permanecían junto á ellos, dentro del retiro formado por el brazo del gigante, y creyeron prudente valerse de otro lenguaje. Gillespie oyó claramente cómo los dos seguían el diálogo en inglés.

Gillespie tuvo que subir á gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo que por una montaña, hasta llegar á un sitio designado por el oficial, del que colgaba una cuerda. Se deslizó á lo largo de ella con una agilidad de deportista acostumbrado á las suertes gimnásticas, hasta que tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.

A continuación desfiló una tropa del ejército de línea, ó sea de aquellas muchachas con casco de aletas que Gillespie había visto al despertar. Los soldados iban armados, unos con arcos y otros con alabardas.

Esta bomba la acababan de limpiar los vigorosos siervos, pues había servido durante la noche para inyectar al gigante su dosis de narcótico. Poco después empezaron á salir de la selva rebaños de vacas bien cuidadas, gordas y lustrosas. Parecían enormes junto á los hombrecillos que las guiaban, pero no tenían en realidad para Gillespie mayor tamaño que una rata vieja.

Al entrar al día siguiente en el despacho del jefe mensual del gobierno, vió con alegría que el doctor Momaren, el Padre de los Maestros, estaba hablando con el supremo magistrado. Flimnap, antes de dar cuenta al presidente de todos sus trabajos, ofreció á Momaren varias hojas de papel con la traducción de los versos de Gillespie.

Tenía el volumen unas tapas multicolores, cubiertas de diversas piezas de cuero formando mosaico. Sus hojas eran de triple pergamino, y las traducciones de Flimnap habían sido trazadas con brochas gordas, dando á cada letra el tamaño de la cabeza de un habitante del país. Gillespie, poniéndose la rodaja de cristal sobre uno de sus ojos, empezó á leer.

A un lado del gran espacio completamente libre vió Gillespie un grupo de hombres que iba descargando de cinco carretas varios cubos llenos de una materia blanca, así como ciertos aparatos misteriosos envueltos en fundas y una gran tela arrollada lo mismo que un toldo. Debía ser el primer grupo de barberos que entraba á prestar sus servicios.

Las Aventuras de Gulliver murmuró el ingeniero . El gracioso libro de Swift ... ¡Cuánto tiempo hace que no he leído esto!... ¡Qué feliz era yo en los años que podía interesarme tal lectura!... Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrió con una curiosidad risueña y algo desdeñosa.

Palabra del Dia

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