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Actualizado: 7 de mayo de 2025


Las cuatro comedias que se conservan de Luis Ferrer de Cardona, gobernador de Valencia, conocido bajo del pseudónimo de Ricardo de Turia, no revelan notable inspiración; La fe pagada es una de esas comedias vulgares, llenas de aventuras novelescas, de combates entre moros y cristianos, de cautiverios y rescates, como por desgracia se habían ya visto en la escena española.

Esto, además, era lo lógico, y si no lo lógico, lo tradicional. Esto era lo que tenía precedentes. Yo le hice en tiempo oportuno una prudente advertencia al Sr. Maura por medio de un artículo que los ferreristas interpretaron, por cierto, bastante mal. Que no se fusile a Ferrer decía yo . Ustedes se creen que Ferrer es un genio; pero yo, que lo conozco, les doy mi palabra de que no lo es.

Jaime, desde su asiento, veía al Ferrer vuelto de espaldas a él con descuidada confianza, como si ignorara su presencia y sólo le preocupase el examen de su trabajo.

Bajo un cobertizo brillaba el ojo inflamado de una fogata, y junto a ella el Ferrer, de pie ante el yunque, golpeaba con el martillo una barra de hierro ígneo. Febrer no quedó descontento de su entrada teatral en la plazoleta. El verro levantó la vista al oír ruido de pisadas en el intervalo de dos de sus golpes, y quedó inmóvil, con el martillo en alto, al reconocer al señor de la torre.

El primero que encontraron fue el Ferrer, moribundo, con la cabeza chorreando sangre, lanzando aullidos y retorciéndose lo mismo que un demonio... Ya había acabado de penar. ¡Que Dios le acogiese en su misericordia!

La ausencia del Ferrer cuando él se había presentado en la fragua y la calma de la noche anterior daban que pensar a Jaime. ¿Estaría herido el verro? ¿Le habría alcanzado alguna de sus balas?... Pasó la mañana en el mar. El tío Ventolera le llevó hasta el Vedrá, alabando la ligereza y otros méritos de su barca.

En ciertos momentos, el Ferrer, para demostrar su vigor, con el busto echado atrás y las manos en la espalda, saltaba a considerable altura, como si el suelo fuese elástico y sus piernas acerados resortes. Estos saltos hacían pensar a Jaime, con una sensación de repugnancia, en carcelarias evasiones o en canallescos duelos a cuchillo. Pasaba el tiempo y aquel hombre parecía no fatigarse.

Hizo luego de grata presencia El gran DON LUIS FERRER, marcado el pecho De honor, y el alma de divina ciencia. Desembarcóse el dios, y fue derecho A darle quatro mil y mas abrazos, De su vista y su ayuda satisfecho. Volvió la vista, y reiteró los lazos En DON GUILLEN DE CASTRO, que venia Deseoso de verse en tales brazos.

Pero el Ferrer era hombre de oficio, poco entendido en materias agrícolas, y aunque todos los ibicencos mostrábanse igualmente dispuestos a cultivar la tierra, echar una red en el mar o hacer un alijo de contrabando, pasando fácilmente de un trabajo a otro, él quería para su hija un verdadero labrador, habituado toda su vida a arañar el suelo. Su resolución era inquebrantable.

El Capellanet regocijábase pensando en los mozos arrogantes que iba a conocer. Todos le tratarían como un compañero, por ser hermano de la novia; pero de estas futuras amistades la que más le halagaba era la de Pere, apodado el Ferrer por su oficio de herrero, un hombre cercano a los treinta años, del que se hablaba mucho en la parroquia de San José. El muchacho lo admiraba como gran artista.

Palabra del Dia

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