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Actualizado: 7 de julio de 2025
Jaime seguía mirando al Ferrer con la irresistible atracción de la antipatía. Manteníase el verro silencioso y como distraído entre sus admiradores, que formaban corro en torno de él. Parecía no ver a los demás, fijos sus ojos en Margalida con una expresión dura, cual si pretendiese vencerla bajo esta mirada que infundía miedo a los hombres.
Fusilen ustedes al Sr. Unamuno, que sabe griego; fusilen a don Francisco Giner, fusilen aunque sea al doctor Simarro; pero yo les aseguro que sería una equivocación fusilar a Ferrer... Nadie atendió mis consejos, y Ferrer fue fusilado. Ahora, muchos españoles se indignan al ver que en el extranjero se le levantan estatuas a Ferrer. «Ferrer no es un apóstol», dicen. Pero Ferrer ya es un apóstol.
Era el Capellanet, que le hablaba misteriosamente al oído al mismo tiempo que señalaba con un dedo... Aquél era Pere el Ferrer, el famoso verro. Y designaba a un mozo de estatura menos que mediana, pero arrogante y jactancioso en su actitud. Los atlots se agrupaban en torno del héroe.
Aún se acordaban en San José de la habilidad con que el güelo despachaba sus asuntos: un golpe nada más con el famoso cuchillo, y después las precauciones tan bien tomadas que siempre se presentaban testigos para declarar que lo habían visto al otro extremo de la isla a la misma hora en que agonizaba el enemigo. El Ferrer era un verro con menos fortuna.
Trabajo le daba a todos teniendo enfrente a un hombre como el Ferrer. Aunque su hermana se inclinase hacia otro, el agraciado tendría que vérselas luego con Pere, el bravo glorioso, quitándolo de en medio. Iban a verse cosas grandes. Del cortejo de Margalida se hablaba ya en todas las casas del cuartón; su fama acabaría por extenderse a toda la isla.
Veía difícil que el dueño de Can Mallorquí aceptase como yerno a Pere el Ferrer. Nada malo podía decir el viejo de él; aceptaba su fama como una honra para el pueblo. La isla no sólo tenía hombres bravos en «las fieras de San Juan»; también San José podía enorgullecerse de mozos valientes que habían sufrido duras pruebas.
Jaime buscó el revólver y aguardó con él en la diestra. El arma parecía temblar entre sus dedos. Comenzaba a sentir la cólera del hombre fuerte que adivina junto a su puerta el rondar de un enemigo. La lenta ascensión se detuvo, tal vez en mitad de la escala, y tras largo silencio, oyó el solitario una voz queda, una voz que sonaba sólo para él. Era la voz del Ferrer: la reconocía.
El Capellanet tampoco había dormido, sintiendo nacer en su pensamiento de pequeño salvaje, astuto y receloso, una sospecha que poco a poco tomó la realidad de una certidumbre. Al entrar en la torre comunicó inmediatamente sus pensamientos a don Jaime. ¿Quién creía él que era el autor de la canción injuriosa? ¿El Cantó?... Pues no señor: era el Ferrer.
No había intentado saber quién fuese el agresor. Eran muchos los rivales, y además había que tener en cuenta a sus padres, tíos y hermanos, casi la cuarta parte de la isla, prontos a mezclarse por la honra de la familia en una guerra de venganzas. Pienso decía Pepet que el Ferrer no es tan valiente como dicen. ¿Y usted qué cree, don Jaime?...
El matón no era el Ferrer: era él, señor de la torre, descendiente de tantos varones ilustres y orgulloso de su origen. La vergüenza le hizo tímido, sumiéndolo en torpe confusión. No sabía cómo irse ni por dónde escapar.
Palabra del Dia
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