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Actualizado: 16 de junio de 2025
Una nueva y aun más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra. Nada, nada; es preciso que la veamos, decían los unos. Sí, sí, es preciso saber si el objeto corresponde á tan alta pasión, añadían los otros. ¿Cuándo nos reuniremos á echar un trago en la iglesia en que os alojáis? exclamaron los demás.
¡Cómo! ¿Magdalena? exclamaron a un tiempo el doctor y Antoñita. Sí. En dos palabras van a conocer a ese hombre: Amaba a Magdalena; él mismo lo confesó y hasta me suplicó que la pidiese para él en matrimonio, precisamente el mismo, día en que acababa usted de concederme su mano. ¡Pues bien! hoy ama a Antoñita como había amado a Magdalena y como había amado a otras diez.
Poca cosa dijo Tres Pesetas, que era el más atrevido. No más que abrirle un tragaluz en la barriga pa que salgan á misa las asaúras. Vamos, marchaos á vuestras casas dijo el militar con mucha entereza: yo le defiendo. ¿Usía? Sí, yo. Marchaos, yo respondo de él. Pues sino ize ¡viva la...! Dí ¡viva la Constitución! exclamaron todos á la vez, menos Calleja, que se estaba riendo como un idiota.
La cocinera, una criolla vieja, clamó, santiguándose espeluznada: ¡Avemaría purísima! ¡Avemaría!... ¡Avemaría!... ¡Avemaría!... exclamaron otra vez, uno por uno, los hijos del mayordomo. Y, temiendo que Juanillo fuera el ogro de los cuentos y los devorase también a ellos, escondiéronse los menores detrás de los mayores. Formaron así una larga hilera, como cuando jugaban al Martín Pescador...
¡Demonio! exclamaron estupefactos los tres. ¡Conque ha muerto! ¡Y hace una hora! ¡Qué fatal coincidencia! ¡Yo que iba ahora mismo a pedirte que nos acompañaras a almorzar!... No puede ser. Yo, lejos de almorzar con mis amigos, les invito a mi vez a que me acompañen mañana en el entierro de la que fue mi prometida. Y, despidiéndose de ellos, se alejó con rapidez.
Una niebla espesa de la cual se destaca enorme torre cuadrada; la niebla se disipa, ya veo las murallas, la fortaleza toda, en una verde colina, con el río á sus pies, las olas del mar á distancia y una iglesia á tiro de ballesta de las almenas. Junto al río se alzan las tiendas de los sitiadores. ¡Los sitiadores! exclamaron á la vez el barón, Gualtero y Roger.
Pues entonces, prorrumpió Luisa, deje la pluma y charlemos un rato. Como ustedes gusten. ¿A qué no sabe usted de dónde venimos? De la iglesia; de las tiendas; vendrán de comprar perendengues y moños. ¡No! exclamaron a una. No acierto.... ¡Adivine usted!... dijo la morena. ¡Adivine usted!... repitió la rubia. No acierto, señoritas.... ¿Oyes, Luisa? ¡No acierta!
Estamos aquí para firmar los contratos matrimoniales, y sólo se espera a Farinelli dijo el cardenal. Ahí está contestó la Reina, indicando con la mano a una persona que aparecía en aquel momento a la puerta de entrada. ¡Carlos! exclamaron simultáneamente Fernando e Isabel.
Palabra del Dia
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