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Actualizado: 1 de junio de 2025
Como había muchas señoras con el mismo disfraz, imposible saber quién era. Entonces se apresuró a salir del salón. Las palabras aquellas le sonaban dentro de la cabeza como feroces martillazos. Temió caerse. En la antesala respondió con sonrisa estúpida a las frases amicales que le dirigían. Su tío don Melchor, viéndole tan pálido, vino hacia él: Qué tienes, Gonzalillo: ¿te sientes mal?
Si yo fuese como las más de las mujeres, te contestaría: «¿A cuántas has dicho lo mismo?» Pero esta pregunta es estúpida. Se puede haber dicho «Yo te amo» á una mujer con toda sinceridad, y algún tiempo después repetir lo mismo á otra, con más sinceridad aún... No quiero preguntarte á cuántas has dicho lo mismo; tal vez no lo has dicho á ninguna.
El que bajase a la Puerta del Sol en aquel instante y fuese examinando los rostros de los que subíamos, si no tuviera otros datos, no sospecharía ciertamente a qué lugar siniestro nos dirigíamos. Las fisonomías no expresaban ni dolor, ni zozobra, ni preocupación siquiera. Marchábamos todos con la indiferencia estúpida de un pueblo trashumante que va a establecerse a otra comarca.
Bajo el sofá sonaba el juguetón cascabeleo de Miss, la perrita inglesa, que al notar la presencia de Juanito sacó a medias, por entre los lambrequines, su cabeza de juguete. La mirada del joven examinó rápidamente el salón, fijándose con estúpida tenacidad sobre el sofá, como si viese en él algo extraño que le atraía sin explicarse la causa.
Para ello a menudo necesitaba despertar a su joven esposa, que después de las comidas gozaba en sentarse sobre sus rodillas y quedar un momento traspuesta con la cabeza apoyada en su hombro. Crueldad estúpida de la cual no se daba bien cuenta.
Ella no te preguntará por mí. Dile que trabajo como antes, que buscaré una mujer de bien con quien casarme; que, como hijo del pueblo, me río de su aristocracia estúpida, y que me alegraría de que todos los aristócratas y chupadores juntos no tuvieran más que un solo pescuezo para ahorcarlos a todos de una vez».
Atormentábame también el temor de parecer estúpida, pues bien sabía yo que muchas cosas que parecerían naturales para todo el mundo, serían para mi un manantial de sorpresas y admiraciones. Así es que resolví, para no poner en riesgo de burla mi amor propio, disimular cuidadosamente mis asombros.
Yo creo esto firmemente; pero, ¿cómo vamos a negar a algunos espíritus desventurados esa puerta de escape de una realidad abrumadora, estúpida y hostil? Una puerta que, como en Poe, acaso conduce a un plano espiritual, perfectamente absurdo, donde viven esos seres misteriosos que se ven en las alucinaciones, y que yo teosóficamente sospecho que tienen una completa, aunque invisible realidad.
Tuviéronla ellos por persona de poco más o menos y se echaron a reír delante de su cara napoleónica. «Vaya, que buena curda te llevas, ¡oleeé!...». Y ella se les puso delante en actitud arrogantísima, alzó el brazo que tenía libre y les dijo: «¡Apóstoles del error!». Prorrumpiendo al mismo tiempo en estúpida risa, pasó de largo.
Este volvió los ojos. ¡Siéntate! dijo. Ella se sentó, arregló su ropa, y con las manos sobre las rodillas se dispuso a escuchar. Como ocurría siempre, desde su infancia, cuando tenía que escuchar algo, puso al punto una cara estúpida. ¡Te escucho! Pero el profesor no decía palabra, y miraba con extrañeza el rostro de su mujer.
Palabra del Dia
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