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Actualizado: 5 de junio de 2025


Llevándome de la mano me hizo subir a obscuras las escaleras y atravesar un largo corredor y dos salas. Luego penetró conmigo en una grande estancia que estaba iluminada por un velón de dos mecheros, y desde la cual se descubría la espaciosa alcoba contigua. La chacha se había valido de una estratagema infernal. Si antes me hubiera confiado su proyecto, jamás hubiera yo consentido en realizarle.

A mi ver, deben ser muchos señores, y entre ellos está el señor cura de Santo Tomé, con su catarro, y el señor de Bracamonte, con su voz tan áspera, y el de... Un golpe dado en la puerta que comunicaba con la galería cortó su narración. ¿Quién? demandó Ramiro. Yo soy respondió Vargas Orozco, abriendo él mismo la hoja y penetrando en la estancia.

El Canónigo se sentó, y, apenas se hubo llevado a los dientes un grueso bocado de pernil, vio penetrar en la estancia a la madre de Ramiro. Parecía más animada que de costumbre.

Esta estancia debió ser forzosamente la cámara de la limosna, y la puerta que á ella conducia seria en realidad la principal entre las de aquel costado por servir de ingreso á tan preeminente departamento.

Las cosas en tal punto, veo que aparece en la estancia Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, y prosternándose diez veces ante el Sultán, y tocando otras tantas la tierra con su frente, dijo: Príncipe de los creyentes, un loco que días ha vaga cantando y danzando por la ciudad, habrá una hora que en medio del estupor que ha causado la nueva de la catástrofe de la Sultana y del alboroto que ha movido el descubrimiento de su enfermedad, púsose de nuevo a bailar en el Zuc de los benimerines y en voz clara cantaba: A la Sultana nadie la cura, si no es el rey de la locura.

¿De verdad que no has nacido aquí?... Entonces tienes razón; no puedo pegarte. Toma cinco pesos. Cuando Desnoyers entró en la estancia, Madariaga empezaba á perder la cuenta de los que estaban bajo su potestad á uso latino antiguo y podían recibir sus golpes. Eran tantos, que incurría en frecuentes confusiones. El francés admiró el ojo experto de su patrón para los negocios.

Despejó el señor Anselmo la estancia, y, con más premura de lo que pudiera esperarse de sus años y achaques, aderezóse don Mateo para salir. Su esposa y su hija estaban, como de costumbre, en la iglesia. Pidió el desayuno. No puedo dárselo, señor. La señora, se ha llevado las llaves, y no hay chocolate fuera. ¡Siempre lo mismo! murmuró el anciano, no tan enojado como debiera.

Iba á terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha huían del amontonamiento en las casas de los peones y en las dependencias donde estaban guardadas las máquinas de labranza con los fardos de alfalfa seca.

Don Carlos Rojas estaba en la habitación principal de su estancia, sentado á la mesa con don Roque, el comisario de Policía del pueblo. Una muchachita mestiza se mantenía erguida junto á ellos, mirándolos con sus ojos oblicuos, en espera de órdenes.

Mario logró desasirse, y besando con efusión las manos de su esposa, exclamó sonriendo, mientras bañaban su rostro las lágrimas: ¡Qué niños somos! Parece que me estoy despidiendo para el fin del mundo. Y salió de la estancia precipitadamente. Carlota le siguió, y en lo alto de la escalera volvieron a abrazarse. Cuando hubo salido a la calle y traspuesto la esquina, se detuvo.

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