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Actualizado: 3 de junio de 2025


Sin embargo, el estudiante es pobre. ¡Cuántas veces se veria en aprieto para pagar su modesto pupilaje! ¡Cuántas veces esquivaría atravesar la puerta del sastre! ¡Cuántas veces huiria de la calle del zapatero! El buen escolar de Granada no tenia las onzas de oro en su bolsillo; las tenia en su imaginacion; no las tiene, las ve; quizá no las ve; las adivina.

Los sobresalientes y premios del colegio de Alcira continuaban en Valencia, y además, don Ramón y su esposa se enteraban por los periódicos de los triunfos alcanzados por su hijo en la «Juventud jurídico escolar», una reunión nocturna en un aula de la Universidad, donde los futuros abogados se soltaban a hablar discutiendo temas tan originales como si la «Revolución Francesa había sido buena o mala», o «el socialismo, comparado con el cristianismo».

Junto a la cama, arriba del buró, el cuadrito de San Luis Gonzaga. Enfrente, sobre la cómoda, el retrato del abuelito. A un lado un estante lleno de libros, y cerca de la ventana el pupitre del escolar, el negro pupitre de estudiante, compañero cariñoso del niño, confidente de sus amarguras, casi testigo de sus triunfos, mudo depositario de sus esperanzas.

Se mira tal como era la tarde de invierno en que el azar lo puso ante el señor Aubry, en París, en el salón escolar del sexto distrito. Un extraño fenómeno de su memoria sobreexcitada le produce una reminiscencia exacta no sólo de los hechos sino también de su estado de alma de niño.

Y, al final, acababa por llevarse el puente, ya que el caso era llevarse algo. Se le daba un puente al pueblo que necesitaba un puerto, y el que esperaba el puente tenía que arreglárselas con un grupo escolar. El marqués de Riestra, padre espiritual de todos los políticos gallegos, aportaba a las obras sus maderas, sus ladrillos, su cemento y sus otros materiales de construcción.

Traía en pie el cuello del gabán, ajada la camisa, un apabullo en el sombrero, rojos e hinchados los ojos, y trascendíale el aliento a vino trasnochado. Quedóse muy sorprendido y turbado a la vista de Currita, y con la forzada sonrisa del escolar que encubre una picardihuela con una mentira, le dijo: He estado a ver a los antropófagos... En el Jardín de las Plantas.

Yo odio el Colón convencional fabricado por el vulgo dijo Isidro . Ese Colón que ven todos, lo mismo que en las estatuas y los cuadros, con el capotillo forrado de pieles, una mano en la esfera terrestre (que conocía menos que cualquier escolar de nuestra época) y con la otra señalando a Poniente, como quien dice: «Allá está América; la veo y voy a ir por ella...». Y Colón murió sin enterarse de que las tierras descubiertas eran un mundo nuevo y desconocido; diciendo en su carta al Papa que había explorado trescientas leguas de la costa de Asia y la isla de Cipango, con otras muchas a su alrededor... Las trescientas leguas asiáticas eran las costas atlánticas de la América Central, y Cipango (o sea el Japón) la isla de Santo Domingo.

En cuanto a Oliverio a quien sólo le he presentado en los escaños del aula, imagine usted un mozo amable, un poco raro, muy ignorante en materia de lecturas, muy precoz en todas las cosas de la vida, de aire desenvuelto en sus actitudes y en sus palabras, no sabiendo nada del mundo y adivinándolo todo, copiando sus formas y adoptando ya sus prejuicios; figúrese usted algo inusitado, un afán singular, jamás risible, de anticiparse a su edad y ser todo un hombre improvisado a los diez y seis años escasos; algo naciente y maduro, artificial y seductor, y comprenderá cómo mi tía pudo encantarse de mi amigo, hasta el punto de disimularle ciertos defectos de escolar, atendiendo que eran el único resto de niñez que aún conservaba.

Como no se podía exponer a los chicos a un terrible tropiezo en los caminos infestados, la escuela se cerró, y la carretera, ya sin tráfico, privada de este modo de la bulla escolar que animaba su desamparo, a las siete y a las doce, adquirió lúgubre silencio. Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio.

En una noche se aprendía los libros que en todo el año escolar no podían a veces dominar sus compañeros; y aunque la Historia Natural y la Universal y cuanto añadiese algo útil a su saber y le estimulase el juicio y la verba, eran sus materias preferidas, a pocas ojeadas penetraba el sentido de la más negra lección de Álgebra, tanto que su maestro, un ingeniero muy mentado y brusco, le ofreció enseñarle, en premio de su aplicación, la manera de calcular lo infinitésimo.

Palabra del Dia

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