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El sábado, al cobrar la semana los trabajadores de la bodega, el encargado les entregaba la papeleta a todos: una invitación para que al día siguiente asistiesen a la misa que costeaba la familia de Dupont en la iglesia de San Ignacio. Si la fiesta era con comunión general, el convite aun resultaba más ineludible.

Si ha salido de Cádiz, hasta dentro de un año no vamos a poder tener noticias suyas. Entonces dígale usted a la señora lo que me pasa. A ver qué quiere hacer conmigo. La pobre muchacha me dio lástima. Se entregaba a su suerte adversa, como un cordero que llevan al sacrificio.

Allí, en un asiento musgoso y desportillado, me entregaba yo a la lectura de mis autores favoritos; allí leí la «Atala» y el «Renato»; el «Rafael» y la «Graciela»; allí devoré el «Conde de Monte Cristo», y repasé, por mi mal, algunas novelas de Jorge Sand, que acongojaron mi corazón y dejaron en mi alma sedimentos de acíbar. Allí gusté de la poesía de Zorrilla. ¡Zorrilla!

Detrás de una de ellas, al lado izquierdo del pasillo, oyeron un ruido seco y monótono; el loco que llamaba a las puertas se entregaba infatigablemente a su ocupación predilecta. ¡Llama! dijo Pomerantzev a San Nicolás, sin levantar la cabeza. ¡Llama! respondió el otro, sin levantar la cabeza tampoco. ¡Muy bien! ¡, muy bien! confirmó San Nicolás.

Este casamiento debe hacerla feliz, yo poseo una linda fortunita, Marta no tendría que servir a nadie y pasaría una vida fácil y agradable... Catalina caminó silenciosamente durante algún tiempo mientras Mathys se restregaba las manos y se entregaba a rientes reflexiones. La campesina se detuvo de pronto a la entrada de un sendero.

Dábase cuenta de la debilidad artística de Eichelberger, seguía con mirada dolorosa su descenso, reconocía la razón de aquella indiferencia creciente que rodeaba su nombre. Por desesperación o por ansia de consuelo, él se entregaba cada vez con mayor tenacidad a su vicio predilecto. Bebía sin recato, olvidado ya de los miramientos que había tenido con ella en los primeros meses de matrimonio.

Era preciso entregarse a su esposa para que le ayudase en tan arduo negocio». La Regenta conoció bien pronto que don Víctor se entregaba. Aunque ella hubiera querido más acendrada piedad, tuvo que contentarse con el dolor de atrición que claramente manifestaba su marido.

En cuanto a Santa Teresa había concluido por no poder leerla; prefería esto al tormento del análisis irreverente a que ella, Ana, se entregaba sin querer al verse cara a cara con las ideas y las frases de la santa. ¿Y el Magistral? Aquella compasión intensa que la había arrojado otra vez a las plantas de aquel hombre ya no existía. Los triunfos habían desvanecido acaso a don Fermín.

El muchacho, antes tan sólido y bien equilibrado, mostrábase inquieto y nervioso, lloraba a solas por cualquier cosa o se entregaba a expansiones infantiles; pero a pesar de esto, era más feliz que nunca. Su antigua vida parecíale la existencia soñolienta de una bestia amarrada a la estaca, rumiando la comida o durmiendo, sin noción alguna de un más allá.

¡Señora! exclamó con el acento de la dignidad ofendida doña Clara. Pues bien, léelas. ¡Ah, no; no, señora! dijo la joven rechazando con respeto las cartas que le mostraba la reina. Te mando que las leas dijo con acento de dulce autoridad Margarita de Austria. Doña Clara tomó cuatro cartas que le entregaba la reina, abrió una y se puso á leerla en silencio. Lee alto dijo la reina.