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Actualizado: 27 de julio de 2025
-Mándote yo -dijo Sancho-, pobre doncella, mándote, digo, mala ventura, pues las has habido con una alma de esparto y con un corazón de encina. ¡A fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te cantara! Acabóse la plática, vistióse don Quijote, comió con los duques, y partióse aquella tarde. Capítulo LXXI. De lo que a don Quijote le sucedió con su escudero Sancho yendo a su aldea
Mientras que Silas y Eppie estaban sentados en el banco de césped conversando a la sombra recortada de una encina, la señorita Priscila Lammeter se resistía a aceptar los argumentos de su hermana. Esta pretendía que valdría más tomar el té en la Casa Roja y dejar que durmiera una buena siesta el señor Lammeter, que partía para las Gazaperas con el cabriolé así que terminara la comida.
Las brujas realizaban sus conjuros y adobaban sus ungüentos a favor de aquella lumbre maléfica, que desconcertaba las potencias y parecía atraer la sangre del hombre. Un pájaro invisible graznó en los aires, a su izquierda. ¡Sería una corneja! Al acercarse al barranco, en cuya escarpa se abría la secreta abertura, Ramiro ocultose tras el tronco de una encina para otear el contorno.
Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejó por muerto. -Llamad, señor Andrés, ahora -decía el labrador- al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface aquéste; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.
Pues ¿y el árbol? Está formado de ramas de encina y cedro. El solícito amigo de la casa que lo ha compuesto con gran trabajo, declara que jamás salió de sus manos obra tan acabada y perfecta. No se pueden contar los regalos pendientes de sus hojas. Son, según la suposición de un chiquitín allí presente, en mayor número que las arenas del mar.
Ramiro, ahitado de lecturas religiosas, cogió las Aventuras de Silves de la Selva y fuese a esconder en un obscuro recoveco del monte que formaban tres gruesos peñascos a la sombra de una encina. Tendido en el suelo, con la sien sobre el puño, suspendía por momentos la lectura, para sentir mejor el deleite de su escondrijo.
Finalmente, el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas de muchos venablos que se le pusieron delante; y, volviendo la cabeza don Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le había conocido, viole pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto a él, que no le desamparó en su calamidad; y dice Cide Hamete que pocas veces vio a Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban.
Seguía el altar, en el que ardían cuatro hermosos cirios sobre candeleros de madera, y en el fondo estaba el Nacimiento, es decir, un portalito rústico, con las imágenes, bastante bellas, de San José, de la Virgen y del Niño Jesús, con sus indispensables mula y toro, y pequeños corderos; todo rodeado de piedras llenas de musgo, de ramas de pino, de encina, de parásitas muy vistosas, de heno y de escarcha, que es, como se sabe, el adorno obligado de todo altar de Nochebuena.
Con frecuencia, cuando la naturaleza, en todo el esplendor de sus galas otoñales, y con todos sus bosques diademados de oro y de púrpura, sonríe al sol poniente, yo me siento en la pendiente de un ribazo, bajo alguna añosa encina, y releo los ingenuos bucólicos de los primeros tiempos, la candorosa historia de Ruth y los cantos de amor de Salomón.
Nada se oía sobre la endurecida nieve, más que el chocar de los zuecos de madera de las mujeres que llevaban a sus hijos de la mano y, de cuando en cuando, el ruido sordo y cavernoso del ataúd de encina, recibiendo una ligera sacudida, al cambiar de sitio sobre los hombros de los portadores que se relevaban a porfía bajo la carga para nosotros sagrada.
Palabra del Dia
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