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Actualizado: 5 de septiembre de 2025


Cuando había estreno de algún drama o comedia muy aplaudidos en Madrid, en el palco de Ronzal se discutía a grito pelado y solía predominar el criterio de un acendrado provincialismo, que parecía allí lo más natural tratándose de arte. No había salido de Vetusta ningún dramaturgo ilustre, y por lo mismo se miraba con ojeriza a los de fuera.

Y así, Apolonio veía en sus gallos la incorporación de algo necesario y deficiente en su propia personalidad; eran encarnación de su personalidad frustrada, porque el dramaturgo es el hombre de acción frustrado. De aquí que Apolonio asistiese sin enojo, antes con orgullo, y aun con satisfacción íntima, al vencimiento de sus gallos.

A un dramaturgo le basta con escribir al margen de su original la siguiente acotación: «Salón elegante. Es de noche. Fulana y Zutana aparecen por la izquierda y en trajes de baile...» No necesita añadir más; el resto queda encomendado á la diligencia de los comediantes y del director de escena.

Hasta entonces, durante el lento devanar de los ensayos, el dramaturgo fué una especie de pequeño dictador, sin cuyo consentimiento y beneplácito ninguna iniciativa prevaleció: los actores le pedían la entonación verdadera de las frases difíciles, el pintor escenógrafo le expuso sus bocetos, las actrices le consultaron el color de sus pelucas y de sus trajes, el guarda-muebles aceptó sus órdenes, sin su aprobación el director de escena no hubiese hecho nada... Y en este vaivén de discusiones minúsculas, de reprensiones, de enmiendas, de consejos, seguidos muchas veces á regañadientes y sólo por el imperio de la disciplina, ¡cuántas vanidades chafadas, cuántos pequeños orgullos hervidos, cuántos ocultos rencores surgieron aquí y allá, como espinas, porque el dramaturgo, á pesar de su amabilidad, de la cortés blandura que ponía en sus réplicas y de su vigilante empeño en no disgustar á nadie, no pudo, sin embargo, complacer á todos!... Esa misma impresionabilidad ardiente que caracteriza á los sacerdotes de la farándula les hace susceptibles y vidriosos: ayer fué la primera actriz la que se irritó secretamente contra el autor, porque éste, al enseñarle ella el sombrero con que pensaba «vestir» la obra, no demostró entusiasmarse mucho; hoy es el galán quien se disgusta, porque el dramaturgo, en el ensayo, le corrigió un ademán con demasiada viveza; mañana, en fin, serán la característica, ó la dama joven, ó el actor cómico, los que se creerán ofendidos por el desdichado autor, que preocupado con las multiplicadas peripecias de su obra, al marcharse del teatro no les saludará con bastante afecto...

Estévanez, el famoso dramaturgo, el que empuñaba a la sazón el cetro del teatro, lo había tomado bajo su protección, le había prometido hacerlo representar, pero hasta la hora presente ninguna noticia tenía del éxito de sus gestiones. Era demasiado orgulloso nuestro joven para pedir estas noticias ni menos convertirse en pretendiente.

Si no lo hiciese así dice sonriendo con su risa mordiente como un epigrama, todas querrían presentarse vestidas de rojo, para mejor llamar la atención del público. Esta hegemonía que el gran dramaturgo ejerce sobre la gente de teatro, naturalmente indócil y orgullosa, proviene de sus muchos triunfos, de su dilatada experiencia, y, principalmente, de sus portentosas facultades de actor.

Casi todas las mujeres de los tiempos antiguos cuando se ven despreciadas se vengan más ferozmente. ¿Por qué introdujo venenos Naturaleza si había Para dar muerte desprecios? ¡Qué atrocidades y qué horrendos crímenes no comete la heroína de La devoción de la Cruz, cuando el católico dramaturgo nos la representa irritada por un desprecio no real, sino imaginado!

Y cuando se marcha el dramaturgo, desorientado, piensa que su pobre comedia, en efecto, debe de ser muy poca cosa cuando nadie, ni la primera actriz, ni el galán, ni la característica, ni el actor cómico, ni el amigo que ha presenciado los ensayos, acaban de encontrarla completamente bien.

Circe, la de Homero, antes de llegar á manos de nuestro dramaturgo, había hecho ya diversas correrías por las obras de los poetas románticos, bastándonos sólo recordar La Morgana, de Lancelote y de Boyardo; La Alcina, del Ariosto, y La Armida, del Tasso.

Es la máxima apatía e indiferencia; la ataraxia. Pero el filósofo necesita del dramaturgo, para no ser estéril ni perecer. Y el dramaturgo necesita del filósofo, para no ser vano ni desaparecer. Sófocles necesita de Sócrates, y Sócrates necesita de Sófocles. Los diálogos socráticos tienen forma dramática y los diálogos sofóclitos tienen fondo filosófico

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