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Se había casado por amor con la hija única de la marquesa de Saldeoro. Quedose viudo a los ocho años de matrimonio, no exento de alborotos, y cuando las cosas de esta relación ocurren estaba asombrosamente consolado de su soledad. Por dos calidades, de mucho valer ambas, se distinguía; física la una, moral la otra. Era su corazón bueno y cariñoso.

La «Villa Blanca» merecía su nombre y en medio de las edificaciones multicolores y de las quintas chillonas en que se complace la extravagante fantasía de arquitectos delirantes se distinguía por su elegante sencillez y por su fachada inmaculada.

De repente avanzó hacia la calle del Sordo, mirando, no sin disimulo, a tres individuos que acababan de salir del Congreso. Uno de ellos se distinguía por su gabán claro. «¿Al fin nos vamos? preguntó D. José con alegría. No se enfade usted conmigo, padrinito dijo Isidora mirándole . Le quiero a usted mucho». Avanzaban por la calle del Turco.

Los andaluces iban afeitados, con ancho sombrero, chaquetilla de terciopelo color de vino y grandes tufos sobre las orejas. Los manchegos y castellanos usaban gorra de pelo, llevaban bigote recortado y chaquetón de paño pardo; únicamente su color, de un bronceado oriental, los distinguía de los paletos manchegos, cuyo traje imitaban.

El otro chico, Chomin Zelayeta, era hijo de un tornero y vendedor de poleas del muelle. Chomin se distinguía por su viveza y por su ingenio. El padre era un tipo, hombre enérgico, de carácter fuerte y un poco fosco, que encontraba motivos raros para sus decisiones. ¿Por qué no se casa usted de nuevo, Zelayeta? le dijo alguno. No, no; ¿para qué? Tendría que hacer mayor la casa, y no me conviene.

No en balde se afirmaba que Vetusta se distinguía por su acendrado patriotismo, su religiosidad y su afición a los juegos prohibidos. La religiosidad y el patriotismo se explicaban por la historia; la afición al juego por lo mucho que llovía en Vetusta. ¿Qué habían de hacer los socios, si no se podía pasear?

Usaba don Pompeyo en casa bata de cuadros azules y blancos, en forma de tablero de damas. Acogió a los comisionados con la amabilidad que le distinguía y ocultando mal la sorpresa. «¿A qué vendrían aquellos señores? ¿Querrían darle alguna broma? No lo esperaba». De todos modos el ver allí al hijo del marqués de Vegallana le inundaba el alma de alegría, aunque él no quisiera reconocerlo.

Además, o era aprensión suya, o la marquesa de Montálvez no ponía tan buena cara a estas dos amigas como a otras que también la acompañaban a ratos; y por si el recelo era fundado, trataba de intimar lo menos que podía con ellas, y jamás hablaba a la marquesa de las confianzas y deferencias con que Leticia le distinguía.

Recordaba la impresión de hondo disgusto que había dejado en su alma la primera visita que hizo Delaberge a Rosalinda... Por encima de los árboles del bosque, distinguía entonces las puntiagudas torrecillas de la casa de la señora Liénard y decíase que, sin duda, en aquel mismo momento se encontraba el inspector general conversando con la joven y aprovechando la ocasión para llevar a buen término sus propósitos matrimoniales... A esta idea, un acceso de ira le hizo subir la sangre a la cabeza mientras una angustia terrible le oprimía el corazón.

El jinete, que D. Salvador sólo distinguía de espaldas, era un hombre sumamente alto y erguido; llevaba un pesado poncho azul oscuro que le cubría todo el cuerpo y que descendía hasta más abajo de las rodillas. La cabeza, además de un sombrero de fieltro y de anchas alas caídas, estaba cubierta por un pañuelo colorado. Unas grandes botas completaban el traje.