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Actualizado: 23 de junio de 2025
El viejo se sintió animado por una resolución desesperada: ya que había de morir, que lo matase una bala francesa. Y avanzó erguido, con sus dos cubos, entre aquellos hombres acostados que disparaban. Luego, con súbito pavor, quedó inmóvil, hundiendo la cabeza entre los hombros, pensando que la bala que él recibiese representaba un peligro menos para el enemigo.
Los soldados de las galeras disparaban infinita artillería, a quien respondían los que estaban en las murallas y fuertes de la ciudad, y la artillería gruesa con espantoso estruendo rompía los vientos, a quien respondían los cañones de crujía de las galeras.
Por esto los primeros navegantes, cada vez que al abordar a una isla o una costa de tierra firme eran recibidos por los indios con flechazos y pedradas, antes de tomar la ofensiva llamaban al escribano real, le pedían testimonio de cómo habían sido acogidos en son de guerra, viéndose en la imperiosa necesidad de defenderse; y una vez cumplida esta formalidad papelesca, disparaban las lombardas y arremetían espada en mano.
"¡Son tres veces mas que nosotros! dijo Chacón; pero no importa: ¡adelante!" Retrocedieron hasta la entrada del pueblo: allí la lucha fué horrible. Desde las ventanas, desde las esquinas disparaban los paisanos contra el enemigo, cuyas filas se diezmaban. El coronel mandaba á los suyos con un denuedo sin ejemplo. A la partida unióse al fin el resto del pueblo.
Los soldados disparaban serenamente, como si cumpliesen una función ordinaria. Era un combate que surgía todos los días, sin saber ciertamente quién lo había iniciado, como una consecuencia del emplazamiento de dos masas armadas á corta, distancia, frente á frente. El jefe del batallón abandonó á sus visitantes temiendo una intentona de ataque.
Pero los encomenderos podían más que él, porque tenían el gobierno de su lado; y le componían cantares en que le decían traidor y español malo; y le daban de noche músicas de cencerro, y le disparaban arcabuces a la puerta para ponerlo en temor, y le rodeaban el convento armados, todos armados, contra un viejo flaco y solo.
Eran los barrenos de las minas, que se disparaban á una hora fija, por la mañana y por la tarde, avisando los vigilantes con sus cornetas para que se alejase la gente.
En este momento el perro de á bordo empezó á ladrar furiosamente, anunciando la presencia del capitán y al mismo tiempo el peligro. Abandonó el abrigo de una colina de carbón, avanzando por un terreno descubierto. Concentraba toda su voluntad en el deseo de llegar á su barco cuanto antes. Brilló una corta llama, seguida de una detonación. Ya disparaban contra él.
Navegar en aquel gigantesco barco, el mayor del mundo; presenciar una batalla en medio de los mares; ver cómo era la batalla, cómo se disparaban los cañones, cómo se apresaban los buques enemigos... ¡qué hermosa fiesta!, y luego volver a Cádiz cubiertos de gloria... Decir a cuantos quisieran oírme: «yo estuve en la escuadra, lo vi todo...», decírselo también a mi amita, contándole la grandiosa escena, y excitando su atención, su curiosidad, su interés... decirle también: «yo me hallé en los sitios de mayor peligro, y no temblaba por eso»; ver cómo se altera, cómo palidece y se asusta oyendo referir los horrores del combate, y luego mirar con desdén a todos los que digan: «¡contad, Gabrielito, esa cosa tan tremenda!...» ¡Oh!, esto era más de lo que necesitaba mi imaginación para enloquecer... Digo francamente que en aquel día no me hubiera cambiado por Nelson.
Aun a mediodía se ve poco en lo interior de esas selvas; de noche, absolutamente nada, haciéndose imposible dar un paso por ellas, a pesar de faltar por completo la vegetación herbácea por falta de luz y de aire. Van-Horn y Cornelio caminaban, pues, casi a la ventura. De vez en cuando disparaban tiros y se detenían a esperar la respuesta, pero en vano.
Palabra del Dia
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