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Actualizado: 15 de mayo de 2025


Sobrado padre tartamudeó también disculpas de su hija, a quien quería entrañablemente; y Borrén, siempre obsequioso, acabó de repartir las golosinas.

Yo no le amo fue lo primero que pudo decir después que consiguió dominarse. Ya no pensaba en su locura, pensaba en defender su secreto. Pero anoche... hoy... no a qué hora... ¿qué hubo? Bailé con él.... Fue Quintanar... lo mandó Quintanar.... ¡Disculpas no, Ana! eso no es confesar. Ana miró en torno.... Aquello no era la capilla, a Dios gracias. Este sofisma de hipócrita era en ella candoroso.

Al ver su rostro descompuesto donde se pintaban el dolor y la sorpresa, Clementina no pudo menos de comprender que la ira la engañaba. En Raimundo no había existido intención de coquetear. Sosegándose un poco, admitió las disculpas que aquél le dió al fin. Si precisamente, para hablar de ti es para lo que yo me acerco a ella.

Bueno, vamos... será hasta luego. Hasta cuando usted mande contestó el viejo por todos, y agregó señalando a Baldomero con una guiñada picaresca; Y no se olvide, don Melchor: le recomiendo que me lo atienda... al recomendao. ¡Yo te he de dar!... viejo pícaro dijo cariñosamente Baldomero. ¡Disculpas! le replicó el viejo riendo y agregó: ...Por tratarme de vos... ¡confianzudo el mocito!...

Esto lo decía Bonis con los ojos estúpidos clavados en el rostro risueño y soez de la moza; lo decía con una voz y un tono como los que emplean los cómicos al despedirse del pícaro mundo al final de un tercer acto, cuando están con el alma en la boca y un puñal en las entrañas. El agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse y despedirse. No pensó en dar explicaciones ni disculpas.

Juan no podía persuadirse de ello, y le buscaba un millón de disculpas: unas veces achacaba la falta al correo; otras se le figuraba que su hermano no quería escribir hasta que pudiera mandar mucho dinero; otras pensaba que iba a darles una sorpresa el mejor día presentándose cargado de millones en el modesto entresuelo que habitaban: pero ninguna de estas imaginaciones se atrevía a comunicar a su padre: únicamente cuando éste, exasperado, lanzaba algún amargo apóstrofe contra el hijo ausente, se atrevía a decirle: «No se desespere V., padre; Santiago es bueno; me da el corazón que ha de escribir uno de estos días

¡Ah! ¿Qué palabra? ¿No queréis decírmela? ¿Preferís que yo la adivine? ¿Entonces lo sabéis? dijo Monthélin. , la contestó. Qué torpeza, ¿eh? Pero no... no tanto. ¿Supongo que no será él quien os la ha dicho, al menos? Es demasiado caballero para hacerlo contestó Juana. Viendo el señor de Monthélin que el torneo de palabras no era en ventaja suya, volvió a pedir disculpas y se retiró.

A lo cual respondí yo que me llamaría a hambre, que es el sagrado de los estudiantes, y si no me valiese diría: "Como se entraron sin llamar a la puerta, como en su casa, entendí que eran nuestros." Riéronse todos de las disculpas. Dijo don Diego: "A fe, Pablos, que os hacéis a las armas."

Y gruñendo y sin hacer caso de las disculpas del P. Irene que trataba de esplicarse frotándose la trompa para ocultar su fina sonrisa, se fué al cuarto de billar. P. Fernandez, ¿quiere usted sentarse? preguntó el P. Sibyla. ¡Soy muy mal tresillista! contesta el fraile haciendo una mueca. Entonces que venga Simoun, dijo el General; ¡eh, Simoun, eh, mister! ¿Quiere usted echar una partida?

Vaciló todavía el señor Gabriel Cornejo, pero una mirada decisiva y un ademán enérgico de Montiño, le decidieron; se despidió hipócritamente deshaciéndose en disculpas, y cuando ya estaba cerca de la puerta, el cocinero del rey, como obedeciendo á una idea súbita, le dijo: Esperad. Cornejo se volvió lleno de esperanza. ¿Vais á ver á la señora María?

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