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Actualizado: 27 de junio de 2025


En los tres descansos se veían jardinillos bastante descuidados, pero que tenían ese encanto misterioso y poético que la Naturaleza presta a los lugares que el hombre le abandona. Los arbustos habían crecido desmesuradamente y tejían sus ramas, formando bosquecillos impenetrables. Las flores eran escasas y crecían donde los arbustos no les quitaban la luz.

La condesa, durante aquella escena, había seguido con los ojos desmesuradamente abiertos los movimientos del aya. Después de sentada ésta, siguió inmóvil, teniendo cogida con una mano la punta de la servilleta en ademán de llevarla á la boca para limpiarse. Los gritos de la niña, aunque amortiguados por la distancia y el obstáculo de la puerta, comenzaron á sonar agudos y lastimeros.

Entró con la cabeza gacha como siempre y, espatarrándose bajo el dintel de la puerta, preguntó: Concha, ¿no habrá de qué, que comer, por ahí? ¿Tanto te aprieta la gazuza, Manín? respondió la costurera riendo. El aldeano abrió desmesuradamente la boca para reír también. Así Dios me salve, no puedo aguantar un menuto más.

Es una atención... algo muy distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia van á golpearse?...» Los contadísimos franceses que viajaban en el buque se veían admirados, como si hubiesen crecido desmesuradamente ante la pública consideración.

La doncella italiana, con los ojos desmesuradamente abiertos por el susto, quedó ante la pobre mujer consolándola con palabras sueltas que le arrancaba la lástima «¡Povera! ¡poverina!... ¡coraggio!» Y la hortelana, en medio de su desfallecimiento, abría los ojos para mirar a la extranjera, no comprendiendo las palabras, pero adivinando su ternura. La señora salió a la plazoleta.

Vaya, vaya con el señor conde, ¿qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?... ¿Qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca? El cura de la Segada tenía por costumbre repetir dos, tres y hasta cuatro veces la misma frase, mirando fijamente al interlocutor, y abriendo desmesuradamente la boca para reir y también para dejar ver unos enormes y desvencijados dientes.

El notario retrocedió, reculando, hasta el rincón más oscuro de su cuarto, con los ojos desmesuradamente abiertos, la mirada extraviada, y extendiendo hacia adelante los brazos, como para rechazar a un enemigo. Castañeteando los dientes, murmuró con voz sofocada, como en las novelas de Javier de Montepin: ¡

Dame la mano, barbitas de San Juan, que tienes patitas de bailaor y ojillos de meteor. Las repelían como si fuesen perros, amenazándolas con llamar a la pareja, y ellas se alejaban sin resentimiento, con muecas burlonas, abriendo los ojos desmesuradamente.

Vírgenes de ojos desmesuradamente abiertos, como asombradas de haber nacido, con los labios azules y las encías de ese rosa pálido que revela la miseria de la sangre. El pelo triste y sin brillo asomaba alborotado bajo el pañuelo, guardando en sus marañas briznas de paja y granos de tierra.

Luego desistió, con la convicción de que este movimiento era inútil. Demasiado tarde. Sus ojos, desmesuradamente abiertos por la proximidad de la muerte, siguieron fijos en el francés. Este se había echado el fusil á la cara. Un tiro casi á quemarropa... y el alemán cayó redondo. Sólo entonces se fijó en el ordenanza del capitán, que marchaba algunos pasos detrás de éste.

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