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Actualizado: 6 de junio de 2025


Un instante tuvo la idea de que quizá la joven no había puesto seriamente su proyecto en ejecución; pero la desechó inmediatamente. Había aprendido a conocerla demasiado en otras circunstancias para poder creerla capaz de una falta de valor, de un desfallecimiento de la voluntad.

Y Andresito sonreía, embelesado por la gracia con que el bebé le hablaba, ahuecando la voz para imitar grotescamente el tono de sus poesías y acompañando sus palabras con gestos de píllete. ¡Oh, qué criatura! Había que creerla y él se lo tragaba todo a ojos cerrados, incluso la afirmación de que sus relaciones con el teniente sólo fueron para aumentar sus rabietas. Pero ¿no vienen ustedes?

Pero contra este acomodamiento estaban todos sus escrúpulos, y la hipótesis del suicidio parecía bien natural si la desdichada había ignorado que la compasión del Príncipe era falsa. Al creerla sincera, ignorando que el Príncipe tenía un nuevo amor, debía haber visto crecer la dificultad de corresponder a las esperanzas de Vérod. Pero ¿ignoraba en realidad el nuevo amor del Príncipe?

¿Pruebas de qué? ¡Puesto que no hay nada!... ¿Y su marido no ha querido creerla? No. Entonces, ¿nada hay que esperar? ¡Nada! La señora de Lerne dejose caer en un sillón y quedó inmóvil, muda, inerte. Después de un silencio, Juana se le acercó. ¿Su hijo está en su casa? . ¿Su carruaje está abajo? insistió Juana . Pues bien, partamos... iré con usted... quiero verle.

»Amaury había salido para volver más pronto indudablemente, y se conocía que no hacía mucho rato porque el semblante de Magdalena, estaba, radiante aún de felicidad. »¡Pobre hija mía! A creerla, nunca se encontró mejor. »¿Me habré equivocado yo? Este amor que a me asustaba, tanto, ¿habrá venido a dar vigor a esa complexión enfermiza y enclenque, cuya destrucción temía?

Bermúdez y Fuertes opinaron lo mismo; pero no eran sus votos de tan ganada autoridad como el de Nieves, la cual, para mayor confusión del aturdido Leto, no contenta con ver los cuadros sobre sus rodillas, fue colocándolos uno a uno... ¿en dónde, gran Dios! sobre los mismos muebles y en los propios sitios de las paredes en que los había imaginado él... Y a todo esto, la sevillanita, con su entrecejo algo fruncido, su frase concisa y sobria, sin extremos en la alabanza, sin apresurarse, sin sonreír más que lo preciso, deslizándose entre sillas y veladores sin tropezar con nada, sutil, airosa, discreta... en fin, que tanto por lo que decía como por el modo de decirlo, y hasta por el modo de andar, había que creerla inteligente en el arte, y desde luego sincera.

Una sola consideración la inclinaba a creerla fundada: en lo que Tirso la había dicho, formaban un conjunto tan homogéneo las maldades, estaban tan enlazadas unas con otras las infamias, era todo tan verosímil dentro de lo malvado, que parecía imposible suponerlo invención calumniosa: no había, no podía haber imaginación tan dañina que lo fraguase y dispusiera con aquel ensañamiento.

Allí no hubo mas que desensia. ¡Hombre, no fartaba más sino que a un siudadano como yo, que yevo a las urnias más de cien votos de mi barrio, le acumulasen que es amigote der Plumitas! La señora Angustias, vencida por las protestas del Nacional y poco segura de esta última noticia, acabó por no creerla. Bueno; nada del Plumitas. ¡Pero lo otro! ¡La ida al cortijo con aquella... hembra!

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