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Actualizado: 25 de junio de 2025
Jerónimo, en pie detrás de Catalina, con las manos cruzadas sobre un garrote, casi tocaba el carcomido techo con su gorro de piel de nutria. Todos estaban tristes y desanimados. Hexe-Baizel, que levantaba de vez en cuando la tapadera de una olla, y el doctor Lorquin, que rascaba la cal de la pared con la punta de su sable, eran los únicos que conservaban su aspecto habitual.
Así, conservaban casi toda su confianza, cuando un día y mientras jugaban como dos niños, corriendo alrededor de la mesa de billar por haberse empeñado Amaury en quitarle una flor a Magdalena, se abrió de pronto la puerta y entró el doctor, el cual se encaró con ellos y en tono áspero exclamó: ¿Qué niñerías son éstas? ¿Piensas tener aún doce años, Magdalena? ¿Crees no haber pasado de los quince, Amaury? ¿Te imaginas que corres todavía por el parque del castillo de Leoville? ¿A qué viene ese empeño en arrebatarle a Magdalena una flor que te niega con sobrada razón?
La inmovilidad del buque los colocaba en una situación algo ridícula: ellas oprimidas en sus vestidos flamantes, con grandes sombreros, sin atreverse a tomar asiento por miedo a ajar las faldas; ellos con el bastón en la mano, sufriendo el tormento del cuello alto entre las demás gentes que conservaban los cómodos trajes de viaje. ¡A saber cuándo podrían desembarcar!... Todos se lamentaban con gestos teatrales de este contratiempo de última hora.
Cierta mañana de abril en que todo renacía, vimos pasear aún las dos sombras por aquel bosque pálido, como un Elíseo de Virgilio. Llegué al golfo embargado el ánimo con tan tristes pensamientos. Entre las ásperas rocas, las lagunas que dejaba el mar conservaban ciertos animalillos demasiado lentos para seguirle.
No faltaba, sin embargo, una oración y una lágrima para el padre difunto, y ninguno de ellos osó tocar uno solo de los objetos que le pertenecieron; los que conservaban, como reliquias, en el antiguo despacho, cuya llave guardaba Pablo con respeto.
Y en todos estos vehículos, que únicamente conservaban nuevos y vigorosos sus motores, vió soldados, muchos soldados, pero todos heridos, con la cabeza y las piernas entrapajadas, rostros pálidos que una barba crecida hacía aún más trágicos, ojos de fiebre que miraban fijamente, bocas dilatadas como si se hubiese solidificado en ellas el gemido del dolor.
Habían servido para componer papeles clandestinos, y conservaban el aspecto de la negra insidia, que trama sus actos en la sombra.
De las oficinas y almacenes no se conservaban en pie sino un piso casi derrumbado y algunas paredes ennegrecidas, en una de las cuales habían quedado intactos dos o tres cuadritos, con fotografías malas, y un impreso en papel amarillo, con las horas de entrada y salida de los trenes.
Sus nervios parecían del todo arruinados: su fuerza moral era la de un niño: andaba arrastrando los pasos, aun cuando sus facultades intelectuales conservaban su prístina fuerza, ó habían adquirido acaso una mórbida energía, que solamente pudo haberles comunicado la enfermedad.
Vistos de espaldas, conservaban la esbeltez vigorosa de la juventud... Pero marchaban en fila, agarrados del brazo, los ojos perdidos en la noche, golpeando las losas con un palo que había venido á reemplazar el perdido sable y les acompañaría hasta su muerte.
Palabra del Dia
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