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Actualizado: 25 de junio de 2025
Capítulo XXII Había pasado el verano y era llegado septiembre; los días conservaban aún el calor del verano, pero las noches eran ya largas y frescas. Serían las nueve y aún no había en la tertulia de la condesa sino las personas más allegadas y de mayor confianza, cuando entró Eloísa. Toma asiento en el sofá, a mi lado le dijo la dueña de la casa.
Y se entró al gabinete inmediato, mientras Leocadia quedó sola mirándose y remirándose en un espejo pequeño y malo, de esos que hacen visajes. Las facciones de Leocadia conservaban algo de candor infantil; pero la mirada ya tenía chispazos de malicia. Para ver mejor quitó la pantalla, que recogía la luz reflejándola sobre la mesa, y entonces la claridad se repartió por igual en todo el cuarto.
Era un edificio antiguo y extraño, parecido a esas viejas casas de portazgo que se ven en los grabados de la antigüedad, sólo que le faltaba la vieja barra de hierro. Sin embargo, se conservaban todavía los postes del portón, y como durante la noche había caído una sábana de nieve, el aspecto que presentaba el paraje, era verdaderamente invernal y pintoresco.
Salió de la casa el marqués de Moraima, montando inmediatamente en su caballo. Ahora mismo baja la niña. Las mujeres ya se sabe... tardan mucho en arreglarse. Y decía esto con la gravedad sentenciosa que daba a todas sus palabras, como si fuesen oráculos. Era un viejo alto y huesudo, con grandes patillas blancas, entre las cuales la boca y los ojos conservaban una ingenuidad infantil.
La mantilla que usaban no era de velo, sino de sarga con franja de terciopelo, como las usan ahora solamente las artesanas. Llevaban bastón para apoyarse. Conservaban además la cortesía exquisita, la ligereza de carácter, la pasión por la sociedad y una alegría inagotable, maravillosa a sus años.
Palabra del Dia
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