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El joyero lo advirtió perfectamente, pero no le dijo nada porque le conocía. Lo que hizo fué enviar la cuenta de las alhajas robadas a la Amparo. Esta se apresuró a pagarlas y vino en persona a rogarle que no divulgase el hecho. Pronto se persuadió el público de que, a pesar de los pareceres encontrados de los médicos, la locura del duque era evidente.

Aresti, que había cogido cierto miedo á los flirts con Milady, hasta el punto de rehuir el encontrarla sola y que conocía ciertas historias de jovenzuelos que saltaban su ventana durante la noche, ensalzaba irónicamente al padre lo mucho que su robusto retoño había ganado después de la cepilladura en el extranjero.

Por un momento ni ella ni yo hablamos. Yo la contemplaba. Nunca había visto tan soberana hermosura; nunca tanta majestad y tanta sencillez: estaba fascinado, trémulo, y sin embargo yo no conocía a aquel ser divino, a aquel ser a quien no me atrevo a llamar mujer. No, no la conocía: era para enteramente nueva.

Pero cuando sonaron las Ave-Marías de las tres, levantáronse todos, aliñáronse, y habiendo avisado doña Guiomar que los esperaba en un sombroso cenador del jardín, allá se fueron, y a doña Guiomar encontraron sentada en unos cogines, bajo la sombra de las tupidas enredaderas, de las zarzas rosas y de los jazmines que el cenador cerraban, dejándole en aquella hora, que era la del gran calor, en una media luz y con tal frescura, que allí no se conocía que fuese verano y en el punto más caloroso.

Fuera de esto débese el Pueblo Hebreo mirar con dos respetos, ó como una Nacion particular gobernada por sus propias Leyes, ó como un Pueblo en quien estaba depositada la verdadera, Religion. como que era el que conocia y adoraba á un solo Dios.

Era en efecto el doctor Montifiori, el marido de Fernanda; un ex-diplomático de un país híbrido como la Herzegovina o el Montenegro: no importa. Mientras nos detuvimos, yo lo observaba. El doctor Montifiori era un personaje de edad reservada, pero con aire de garçon. Sabía llevar con cierta elegancia negligente la ropa que vestía y se conocía que el gusano había vivido siempre dentro de seda.

El piso era de baldosín, bien lavado y frotado, sin más defensa contra el frío que dos esteritas de junco delante de los dos bancos que ocupaban los testeros principales. Dichos bancos, las sillas y un canapé de patas curvas eran piezas diferentes, y bien se conocía que todo aquel pobre menaje provenía de donativos o limosnas de esta y la otra casa.

Aunque no abusaba, sabía usar perfectamente de la intimidad que el egregio huésped la concedía; se autorizaba con él alguna bromita de buen género, que hacía, no obstante, estremecer de susto a don Rosendo. Conocía que era la preferida y comenzaba a coquetear.

Hacia la una o las dos de la madrugada solían llegar algunos hombres y mujeres que el doctor conocía; en Babilonia había tenido ocasión de conocer a casi toda la ciudad. La alegre comparsa ocupaba en seguida un gabinete particular e invitaba al doctor Chevirev. Se le acogía siempre con gritos alegres y bromas; algunos, que se consideraban sus amigos, le abrazaban.

Bien conocía yo la causa del milagro. Como conocía la de que Facia, al revés de todos los demás, anduviera tan alicaída y tétrica las pocas veces que se dejó ver en la cocina.