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Actualizado: 12 de junio de 2025
Una aldea que blanqueaba entre los campos al pie de Serantes, era San Pedro Abanto; más allá, al lado de una ría, alzábase la montaña de Somorrostro. Dos nombres famosos que conocía toda España después de la guerra civil.
Sin embargo, había sido prudente no acompañarla; conocía demasiado, por haberlo experimentado ya, el suplicio de verla en un baile. ¡Qué celos tan espantosos sufría cuando la veía, amable, sonriente, y siempre rodeada de jóvenes! En estas ocasiones se había dado cuenta del estado de su corazón.
Castaño, que no necesitaba tenedurías, le empleó en llevar recados y cobrar cuentas; pero aunque el buen señor desempeñaba estos encargos con docilidad, bien se le conocía que su principal gusto era no hacer nada, contemplar a Isidora, pasear con ella, y prestarle cuantos servicios hubiese menester.
Se mataban entre ellos, sin molestar al de fuera, porque le creían extraño a su vida, indiferente a sus pasiones. ¡Pero si el extranjero se mezclaba en sus asuntos, y además de extranjero... era mallorquín!... ¿Cuándo se había visto a gentes de otras tierras disputarles la novia a los ibicencos?... Don Jaime, ¡por su padre! ¡por su noble abuelo! Se lo rogaba Pep, que le conocía desde niño.
Pero sólo permanecía en París tres o cuatro meses del año, pues su madre le pasaba una pensión de treinta mil francos, y le había asegurado que nunca, mientras ella viviera, obtendría un real más antes de su casamiento. La conocía y sabía que debía tomar sus palabras a lo serio.
Nadie conocía á Margarita. Todos los días llegaba el tren con un nuevo cargamento de carne destrozada, pero el hermano no estaba entre los heridos. Una religiosa, creyendo que iba en busca de alguien de su familia, se apiadó de él, ayudándole con sus indicaciones. Debía ir á Lourdes: eran allí muy numerosos los heridos y las enfermeras laicas.
No obstante, alguien hubo que sacó a Lucía del atolladero; y fue ni más ni menos que Sardiola, que conocía a un jesuita paisano suyo, el Padre Arrigoitia, y lo trajo en un santiamén. Era el Padre Arrigoitia alto como una caña, encorvado por la cintura, dulce como el jarabe y tan pegadizo e insinuante como brusco y desamorado su conterráneo el Padre Urtazu.
Era raro hablarle de un libro recientemente publicado que él no lo conociera y sobre el cual pudiera expresar su propio juicio; así como conocía a todos los hombres que habían desempeñado un papel prominente en la vida de las naciones latinoamericanas.
El señor de Villanera conocía a lo mejor de París y al viejo duque no le molestaba resucitar públicamente como millonario. Las tres cuartas partes de los invitados fueron exactos a la cita; a pesar de la discreción de los invitados, el público adivinaba cierta anormalidad. En todo caso, no deja de ser algo raro y curioso la boda de una moribunda.
El sabía y conocía su situación; encontraba alegre la vida en el salón de Fernanda y de Blanca, hacía en él sus campañas amorosas y perdía como todo hombre feliz en amores, sus buenos billetes de banco.
Palabra del Dia
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