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Actualizado: 8 de junio de 2025


Leonora le había citado allí, en el refugio predilecto de los artistas, que aislado de la circulación, ocupa todo un lado de una plaza solitaria, señorial y tranquila, sin más ruidos que los gritos de los cocheros de alquiler y las patadas de los caballos. Había llegado en el primer tren de la mañana, sin equipaje alguno, como un colegial que se fuga con solo lo puesto.

Los cocheros, enfundados en sus blancos levitones, exhibían desde lo alto de los pescantes, sus caras afeitadas y carrilludas de cómicos obesos o párrocos bien conservados, y miraban con cierto desprecio a toda aquella muchedumbre que les obligaba a pasar unas cuantas horas de tedio.

Al juntarse y lanzar una mirada hacia el inmediato puesto de coches, cuatro vehículos avanzaron á la vez, como una fila de carros romanos ansiosos de obtener el premio del circo, con estrepitoso pataleo de bestias, crujidos de tralla y gesticulaciones rabiosas de los cocheros, que se amenazaban apelando á la Madona. Iban á matarse entre ellos.

Miraba los viejos caserones de la plaza, un ángulo del palacio de Dos Aguas, con sus tableros de estucado jaspe entre las molduras de follaje de los balcones; escuchaba las conversaciones de los cocheros, agrupados en la puerta del hotel, en torno de los dueños y los criados, todos aquellos italianos bigotudos que sacaban sillas a la acera como en una calle de pueblo.

Después de salir de los vastos salones de la Aduana, el viajero se ve asaltado por los cocheros y carreteros, especie de mendigos sobre cuatro ruedas, que se disputan los chelines del gentleman novicio. Cuando la gavilla da el asalto lo mas prudente es no escoger el victimario, sino entregarse á discreción del primero que llega, so pena de ser estrangulado con equipaje y todo.

Quería volver cuanto antes, y pasó con rapidez por entre la nube de cocheros que le ofrecían sus servicios frente al gran palacio de Dos Aguas, cerrado, silencioso, dormido como los dos gigantes que guardan su portada, desarrollando bajo la lluvia de oro del sol la suntuosidad recargada y graciosa del estilo rococó. Rafael, Rafael...

Disputado por un enjambre de cocheros y carreteros que se apoderan de todo el equipaje por y ante para llevarlo á su destino, y pelotean al pasiente-propietario como una jauría de perros al derredor de un ciervo humilde y aturdido, el recien llegado se resigna á abdicar su voluntad y entregarse al que tiene mas fuerza para estrujarle y pulmones para ofrecerle á gritos sus servicios.

Los coches tenían que contener la carrera de los caballos, el ¡tabì! ¡tabì! de los cocheros resonaba á cada momento; se cruzaban empleados, militares, frailes, estudiantes, chinos, jovencitas con sus mamás ó tías, saludándose, guiñándose, interpelándose más ó menos alegremente.

Pasaban lujosos equipajes, camino de Palermo; en la calle, demasiado estrecha, no había espacio para todos: al lado de elegante victoria, marchaba enorme carromato, cargado de cajones, o de pipas o de sacos, dando tumbos en los baches del empedrado, con espantoso chirriar de ruedas; se encabritaban los caballos, juraban los cocheros, y había linda cabeza que se asomaba a la portezuela, con inquietud o impaciencia.

Los cocheros pueden esperarnos aquí. Nos hemos olvidado de traer con nosotros un médico; pero el lacayo, que he dejado en Parthenay, tiene encargo de traernos el de la localidad. El cochero del turco era uno de esos merodeadores parisienses que circulan después de media noche bajo un número de contrabando. Ayvaz lo había tomado a la puerta de la señorita Tompain, y no lo había vuelto a dejar.

Palabra del Dia

vorsado

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