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Actualizado: 9 de mayo de 2025
Morsamor desenvainó entonces la daga que llevaba en el cinto, y, exclamando, ¡defiéndete, miserable! , se arrojó sobre Cardoso, que desnudó también su puñal y le aguardó sereno. El ímpetu y la destreza de Morsamor eran incontrastables. Con el brazo izquierdo paró el golpe que Cardoso le asestaba, y con acierto pasmoso hundió su daga en el pecho del rebelde hasta la empuñadura.
La espada se le cayó a Morsamor de la diestra; pero, con la rapidez del rayo, y sin dar tiempo a que el elefante le lanzase o le ahogase apretando, le agarró con la mano izquierda de una oreja, y desenvainando con la otra mano el acicalado puñal, que llevaba al cinto, le hundió hasta el puño en la cerviz de aquella fiera, con tino tan eficaz que en el acto perdió la vida, cayendo con estruendo por tierra su espantosa mole.
¿Y el ejército? preguntó el gigante . Habla usted, profesor, de que ya no hay guerras ni puede haberlas, de que terminó la casta militar al perder los hombres el disfrute del gobierno, y desde que llegué aquí he visto por todas partes á esas muchachas de casco con aletas y espada al cinto, así como á las otras que tripulan las máquinas voladoras.
También vió pasar á un jinete corpulento, de luenga y negra barba, que llevaba un rosario de gruesas cuentas en la mano y enorme espadón pendiente del cinto. Por la forma y color del hábito y la estrella de ocho puntas bordada en la manga reconoció en él á uno de los caballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén, cuyo maestre residía en Bristol.
Al volver sus ojos hacia el suelo, vió erguido en la arena, sobre las puntas de sus botas para hacerse más visible y moviendo los brazos, á un pigmeo, mejor dicho, á un soldado, con casco de aletas y espada al cinto, el cual daba gritos para llamar su atención.
Era la historia de José María, «el rey de Sierra Morena». Las enfermizas imaginaciones de estos torpes engendros exaltábanse al leer, en el silencio del encierro, las hazañas del caballeresco bandido, al contemplar en las láminas las arrogantes figuras de los paladines de carretera, con sus grandes patillas, el trabuco debajo del brazo y el cinto repleto de onzas.
Abrazó Sanchica a su padre, y preguntóle si traía algo, que le estaba esperando como el agua de mayo; y, asiéndole de un lado del cinto, y su mujer de la mano, tirando su hija al rucio, se fueron a su casa, dejando a don Quijote en la suya, en poder de su sobrina y de su ama, y en compañía del cura y del bachiller.
Estas historias disparatadas y heroicas agrandaban los ánimos, quitando toda significación a la palabra «imposible». Los más de los lectores y auditores llevaban espada al cinto, y al enterarse de las desaforadas batallas con gigantes partidos por mitad, dragones despanzurrados, fugas de inmensos ejércitos de malandrines, endriagos y salvajes, vencimiento de terribles encantadores y liberación de princesas cautivas, pensaban con emulación y envidia: «Lo mismo haría yo si se presentase la ocasión.
Se miró al espejo. «Aquello ya era un hombre». La Regenta nunca le había visto así. «En el armario había un cuchillo de montaña». Lo buscó, lo encontró y lo colgó del cinto de cuero negro. La hoja relucía, el filo señalado por rayos luminosos, parecía tener una expresión de armonía con la pasión del clérigo. El Magistral le encontraba una música al filo insinuante.
Era para golpear al caballo, pero lo levantaba con facilidad cuando alguno de los peones incurría en su cólera. Te pego porque puedo decía como excusa al serenarse. Un día, el golpeado hizo un paso atrás, buscando el cuchillo en el cinto. A mí no me pega usted, patrón. Yo no he nacido en estos pagos... Yo soy de Corrientes. El patrón quedó con el látigo en alto.
Palabra del Dia
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