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Actualizado: 26 de octubre de 2025
Pasaban los grupos de airosas hilanderas con un paso igual, moviendo garbosamente el brazo derecho, que cortaba el aire como un remo, y chillando todas á coro cada vez que algún mocetón las saludaba desde los campos vecinos con palabras amorosas. Roseta marchaba sola hacia la ciudad. Bien sabía la pobre lo que eran sus compañeras, hijas y hermanas de los enemigos de su familia.
Ambos tenían la vista fija, al través de los cristales, en la gran plaza de Nieva, cercada de soportales, donde los chicos que acababan de salir de la escuela se recreaban corriendo y chillando.
Mary me miró, para ver, sin duda, el efecto que me hacían los exabruptos de su amiga. La casa del torrero y el faro formaban un solo edificio, asentado sobre una plataforma cortada en las rocas. Bajamos a la vivienda por una escalera estrecha y entramos por un corredor con puertas a los lados. Una porción de chiquillos, que andaban chillando y riñendo, se nos acercaron.
Por eso las llevas descubiertas, coquetona. Muchas de las máscaras echaron a correr, chillando, asombradas de este reconocimiento y ofendidas por la alusión a sus manos enguantadas. Un grupo de mozos bajaba la cuesta, y ellas, con el deseo de ser perseguidas, corrieron a su encuentro. Maltrana quedó casi solo, junto al bebé.
Y la tartana siguió adelante, hasta que de repente saltaron al camino quince o veinte guardias, una nube de tricornios con un viejo oficial al frente. Por las ventanillas entraron las bocas de los fusiles apuntando al roder, que permaneció inmóvil y sereno, mientras que mujeres y chiquillos se arrojaban chillando al fondo del carruaje. Bolsón, baja o te matamos dijo el teniente.
Era un perro de lana; habia entrado sin duda en la cocina, alguna chispa habia saltado de los hornillos, la lana habia prendido fuego, y el pobre animal salia á la calle medio ardiendo y chillando de un modo horrible. El amo le seguia, llevando en la mano derecha un baston ó cosa semejante.
Pero Doña Francisca, no convencida con tan endeble argumento, continuó chillando en estos términos: «No, no irás a la escuadra, porque allí no hacen falta estantiguas como tú.
Caían algunos maravedís en nuestras heladas manos, y para el pan sacamos la primera noche; pero la segunda, los mendigos de oficio que allí acudan, y que la noche anterior de nosotras se habían apercibido, nos echaron, llenándonos de improperios, diciéndonos que les hacíamos perjuicio, y que como éramos pobres nuevos, si habíamos de seguir pidiendo, habíamos de ganarlo, y no había de ser esto menos que repelándonos contra toda aquella falanje de ciegos, cojos, mancos, tullidos y muchachuelas de mal vivir; y no nos lo decían esto de buena manera, sino rodeándonos y empujándonos, y poniéndonos los puños a dos dedos de la cara, y amenazándonos con garrotes y vihuelas, y gritando y chillando y aullando todos y todas a una, ni más ni menos que si hubiesen sido una legión de demonios voraces, contra nosotras conjurados.
Las mujeres agrupáronse chillando con instantáneo susto; los hombres quedaron indecisos; pero al momento, reponiéndose todos, prorrumpieron en gritos de aprobación y aplausos. ¡Muy bien! El Ferrer había disparado la pistola a los pies de su pareja: la suprema galantería de los hombres valientes; el mayor homenaje que podía recibir una atlota de la isla.
Sus redondos ojos me miraron un instante, asombrados, y, después, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y sacudió trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué diablo de pensadores, no se cepillan jamás! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada más que cualquiera otro, y no me corre prisa desahuciarlo.
Palabra del Dia
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