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Actualizado: 26 de octubre de 2025


Algunas muchachas, de sueltos ademanes, avanzaban cautelosas, con paso de gatas, hasta confundirse con los grupos de los mozos, chillando cuando éstos las ofrecían una copa después de innumerables pellizcos y restregones de brutal deseo. Salvatierra escuchaba a Juanón, un antiguo camarada que trabajaba en el cortijo y había hecho el viaje a Jerez, sólo por verle cuando llegó del presidio.

La llevo... porque es mía. ¿Suya?... Pero está enferma.... Yo la sanaré.... Eso no puede ser.... Es imposible repitió. Salvador la agarró por un brazo y la llevó al otro extremo de la habitación, casi en vilo. Ella iba chillando: ¡Ay..., ay..., ay!...

Sus compañeros le aguardaban hacía rato para tributarle los elogios a que se había hecho acreedor; pero no acababa de aparecer. El más pequeño preguntó, al fin, tímidamente, al otro: Di, ¿qué le harían si le cogiesen chillando? Pues nada: le administrarían un poco de jarabe de bastón. El que había hecho la pregunta se estremeció levemente y guardó silencio.

Oyose la voz de Benigna, hecha una furia: «Te voy a matar... ¡indecente!, ¡cafre!». Los demás chicos aparecieron chillando. Jacinta les regañó: «Pero vosotros, tontainas, ¿no veíais lo que estaba haciendo? ¿Por qué no avisasteis? ¿Es que le dejáis enredar para después reíros y armar estos alborotos?».

Palabra del Dia

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