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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Y las montañas, con sus bosques, sus peñas y sus ruinas, permanecerán siempre en el mismo sitio, como diciéndonos: ¡Acuérdate, acuérdate! Ya me has visto, ahora me ves y seguirás viéndome por los siglos de los siglos.» Así soñaba la anciana, y el porvenir no la causaba ya miedo; los pensamientos sólo eran para ella recuerdos.
María Antonia Fernández no volvió a pisar las tablas, hizo desde aquel punto vida retirada y ejemplar; y la amargura de su arrepentimiento tardío, las duras mortificaciones con que se castigó ella misma y la vergüenza y el profundo pesar que el recuerdo de sus pecados le causaba, acabaron pronto con la salud de su cuerpo, concediéndole en cambio la salud del alma.
Lejos de decrecer, la enfermedad del señor Aubry tendía cada día a agravarse; sentía grandes dolores de cabeza; el menor ruido, repercutiendo en su cerebro adolorido, le causaba vivos sufrimientos, por lo cual se evitaba todo lo que pudiera turbar su descanso.
Y el héroe que causaba admiración exponiendo su vida por salvar una familia pobre, hundido en la obscuridad, en aquella atmósfera pegajosa y pesada de tumba, pensaba únicamente en la casa azul, donde iba a penetrar por fin, pero de un modo extraño y novelesco. De vez en cuando un crujido, un salto de la barca, le volvían a la realidad.
No debía recordarle aquello: le causaba vergüenza y repugnancia. Ya no pudieron hablar más. Entró doña Cristina, pero esta vez seguida de su hija y Urquiola. Después de despedir á las amigas, se trasladaban al despacho para sentarse en torno de Sánchez Morueta, interponiéndose entre él y el doctor, como si quisieran evitar todo contacto entre ambos primos.
Le pidió la bendición al que causaba la fiesta y, sin decirles su nombre, les declaró con franqueza que el nombre de Picardía es el único que lleva. Y para contar su historia a todos pide licencia, diciéndoles que en seguida iban a saber quien era. Tomo al punto la guitarra, la gente se puso atenta, y ansí cantó Picardía en cuanto templó las cuerdas: PICARDÍA
Pero... ¡huir de Ventura! ¡Huir de aquella imagen radiante de felicidad! ¡No escuchar más su voz que causaba en el alma delicias incomprensibles! ¡No sentir el dulce contacto de su mano fresca y maciza como un botón de rosa! ¡Alejarse de sus ojos brillantes y risueños y magnéticos!... ¡Oh, no! Sentía la frente bañada en sudor.
El boato de su casa le causaba dolor, un cosquilleo punzante: lo mantenía por cálculo y por fanfarronería, pero le pesaba en el alma, aunque aparentase otra cosa.
Le quedaba el recurso de pedir limosna, pero además del espanto que le causaba, comprendía muy bien que sus días estaban contados. Y muriéndose ella, ¿qué iba a ser de aquella criatura? Meditó un buen espacio con los ojos secos y clavados en el niño, repitiendo de vez en cuando la misma frase: ¡No, no irás al hospicio!
Palabra del Dia
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