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Actualizado: 19 de octubre de 2025


Al fin todo quedó en silencio, y curioso de saber en qué consistía, miró por la rendija de la puerta, y vio a su tío sentado en una butaca, en mangas de camisa, hundida la cabeza en el pecho, el pelo caído por la frente en la más triste y desesperada actitud que nadie pudiera imaginarse.

Y así la llevó hasta la habitación que ocupaba y la obligó a sentarse en una butaca. Elena estaba más muerta que viva: hizo algunos esfuerzos para hablar, pero la voz no salía de su garganta. Clara, que estaba en pie frente a ella, le dijo observándolo: No hables todavía. Voy a mandar que te hagan una taza de tila. Elena se apoderó de una de sus manos y la besó. Clara la retiró velozmente.

Después se acomodó en una butaca, se colocó en la posición de un hombre que se prepara no ya a perorar, sino a discurrir sobre ideas ligeras y cambiando de tono tan pronto y tan completamente como habría cambiado de actitudes y parpadeando un poco, con la sonrisa en los labios, prosiguió: Es posible que llegue a casarme.

¿Quién es ese caballero? le preguntó Elena. No te lo he presentado porque estabas muy distraída... Es el conde de Peñarrubia. ¿Tu marido? exclamó Elena dando un salto en la butaca.

Y arrojándose desnuda, sin miedo al frío, en una butaca, rompía a llorar, furiosa; a llorar sin lágrimas, como los niños mimados, y gritaba: «¡Yo no quiero! ¡Yo no puedo! ¡Yo no sirvo!».

Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento con la falta de vecinos. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un palco balcón. Evidentemente, un matrimonio. El, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil vulgaridad y la diferencia de año con su mujer, menos que cualquiera.

Ella se ruborizó levemente, un ligero estremecimiento agitó sus hombros como si de súbito sintiera frío e interrumpiéndose en medio de una frase insignificante, se acercó a la butaca que antes ocupaba y con la mayor naturalidad del mundo tomó una manteleta de encaje y se cubrió con ella.

Las pocas horas que permanecía fuera de la cama pasábalas, bien sentado en una butaca, ya paseando por los corredores en silencio. Al cabo dejó de levantarse. Todo esto lo recordaba Luis perfectamente. Entraba en su cuarto, le veía tendido mirando al techo con extraña y terrible tristeza pintada en el rostro.

Ante su cuarto vacío, ante su butaca, ante su hamaca, la joven tenía crisis de desesperación, más conmovedoras porque las dominaba valerosamente, y, a pesar de las curiosidades indiscretas y de las lástimas torpes, nadie pudo jactarse de haberla oído quejarse ni visto llorar.

La señorita Guichard se sentó en una butaca y con la faz alterada, la boca contraída por la amargura y los ojos sombríos, se abismó en sus pensamientos. De modo, que había sido burlada, ella, que se creía tan fuerte.

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