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Bonis se acercó al lecho a tientas, estirando el cuello, abriendo mucho los ojos y pisando de un modo particular que él había descubierto para conseguir que las botas no chillasen, como solían. Esta era una de las fatalidades a que se creía sujeto por ley de adverso destino; siempre las suelas de su calzado eran estrepitosas.

Bonis no volvía de su asombro al notar, muy a su placer, que Emma no hablaba ya de la tiple ni de las botas, verdadero anacronismo, como él decía muy bien, ni de cosa alguna que remotamente pudiera referirse a lo que él llamaba «lo de los polvos de arroz».

Los egipcios colocaban en el calzado placas labradas de oro y plata. El calzado de los sátrapas persas era una joya valiosísima. Los patricios y senadores romanos usaban botas de piel encarnada, con una media luna de plata, la luna patricia. Pasemos a tiempos más próximos a los nuestros y recordemos a los papas, a los emperadores, a los duques venecianos.

A Mario le hacían falta botas y guantes; el sombrero de copa estaba ya grasiento; llegaba el verano y era necesario también hacerse ropa. Todas sus joyas de poco valor fueron pasando por la casa de préstamos. El aderezo regalo de sus padres, que era lo que más valía, lo guardaba D.ª Carolina. ¿Pero ese gato que tienes no se agota nunca? le preguntó inquieto Mario. Tenía la respuesta preparada.

Esa línea sinuosa que reune las cimas, desde la más alta cumbre á la llanura, es la verdadera pendiente: es el camino que escogería un gigante calzado con botas mágicas. La montaña que me albergó tanto tiempo es hermosa y serena entre todas por la tranquila regularidad de sus rasgos.

En su panza dormía una oleada de vino; treinta y tres botas, según constaba en los registros de la casa, y el gigante, en su inmovilidad, parecía orgulloso de su sangre, que bastaba para hacer perder la razón a todo un pueblo.

No es más que un rasguño dije, pero... y me detuve. Tarlein se puso en pie con expresión de profundo asombro en el rostro. Tomó mi mano, me miró atentamente y de repente retrocedió un paso. ¡Pero, el Rey! ¿Dónde está el Rey? gritó. ¡Silencio, imprudente! dijo Sarto. No tan alto. Este es el Rey. Oímos llamar a la puerta. Sarto asió mi mano ¡Pronto, a su cámara! ¡Fuera esa gorra y esas botas!

A las justas observaciones que le hice, de que iba a calarse hasta los huesos, contestó que todo lo que tenía encima era water-proof el sombrero, el gabán, los pantalones, los guantes, las botas, todo. Le abandoné a su suerte. ¿Es eso creíble, Rafael? dijo la condesa. Es más; es probable dijo el general ; ningún inglés se va nunca a la cama sin haber hecho una extravagancia.

Hemos empleado una gran parte de la mañana en hacer varias pequeñas compras. Mi mujer. Compremos ahora un ovillo de hilo. Yo. Es que yo ignoro cómo se llama el ovillo en francés. Mi mujer. Pues, compremos trencilla para atar las botas. Yo. Es que yo ignoro cómo se llama la trencilla en francés. Mi mujer. Pues compremos siquiera los camisolines. Yo.

Tramposa, chalana... Te pateo la cara aunque me deshonre las suelas de las botas». Y tal esfuerzo hizo por desasirse, que a punto estuvo de lograrlo. Dos de ellas habían acudido a levantar a Aurora, que continuaba dando gritos de dolor. Si no se presentan Pepe Samaniego y un dependiente, sabe Dios la que se arma allí. «¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién es usted? ¿Qué busca usted?».